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5º Curso en la Academia de Artillería de Segovia


Manfredo Monforte Moreno

GD (r) Dr. Ingeniero de Armamento. MBA. MTIC. Artillero

De la Academia de las Ciencias y las Artes Militares

 

El último curso de la carrera fue agridulce. Corría el año 1978 y a mis veintiún años sólo conocía la ciudad de Segovia de un par de visitas como turista. Para incorporarme a la Academia de Artillería, mi padre me dejó su Seat 1500 bifaro blanco, todo un cochazo para la época. Nada más llegar, me llamó el director y después de preguntarme “¿qué podemos hacer con usted?”, frase que nunca he llegado a entender del todo, me anunció que me haría cargo de la escuadra de batidores como cabo de esta. Pocos días después me tocó abrir el desfile desde la Academia al Alcázar sin saber el camino. Lo logré gracias a que en cada bifurcación caminaba de espaldas y le preguntaba a mi compañero y buen amigo, Jaime Fortuny, criado en Segovia, ¿por dónde? Y él me decía, por la izquierda o por ahí no, por la derecha. Y allí iba yo, sable al hombro y más tieso que la torre de San Millán, orgulloso de iniciar el desfile de mi Academia. Algún aplauso recibí cuando marchaba hacia atrás, premiando lo vistoso de los giros sobre mí mismo. Pasé algo de apuro, pero conservo una foto con el Acueducto de testigo que no cambiaría por nada. Desfilando por las calles de Segovia, abriendo la formación, me sentía el rey del mundo.



La noche anterior a Santa Bárbara, un día frio como casi todos los del invierno castellano, había que poner la bandera española a la virgen del Acueducto. Un comando de alféreces se encargó de la misión, con Miguel Castro descolgándose con éxito desde la cornisa superior y ejecutando el trabajo a la perfección. Le dejé mis guantes de esquí, negros con la bandera de España, por lo que algo mío participó en el evento “clandestino”.

Recuerdo que Juan Poveda tenía en la camareta —antiguas celdas del convento San Francisco—, una jaula con un canario, lo que mosqueaba a los profesores, pero cuya prohibición no contemplaba el Reglamento de Régimen Interior de la Academia. Por las noches se dirigía a los baños jaula en mano ataviado con una chilaba mora y un gorrito fez a juego. Cuando el artillero de imagnaria se ponía en pie y se cuadraba con un “a la orden, mi alférez”, él se limitaba a darle las gracias: iba a cambiarle el agua al canario. También Juan y Carlos Noguera disponían de sendas macetas con plantas en sus camaretas; tampoco lo prohibía el reglamento. Tengo serias dudas si no se trataba de plantas de adormidera, pero no puedo afirmarlo. Parecido tenían.



Las camaretas tenían puertas acristaladas con vidrios traslúcidos con una banda horizontal transparente para que los profesores pudiesen comprobar lo que sucedía dentro. Más de un domingo por la noche, tratando de recuperar lo procrastinado el fin de semana y preparar el examen del lunes, el oficial de servicio se pasaba por las camaretas y nos mandaba a dormir tras ver la escasa luz que escapaba de la toalla que tapaba el libro y nuestra cabeza tratando de no ser descubiertos. Fumábamos en todos los locales, hecho que me costó un arresto como jefe de clase de la 2ª sección (había 3, la primera al mando de Gabriel Bayarte y la tercera de Tomás Abajo), por no vaciar los ceniceros de las mesas de clase al final de la jornada. Alguien se había dejado una colilla, en fin…

Los descansos en la cafetería se acompañaban con un bocadillo de mejillones en escabeche o de anchoas en aceite. En el comedor se comía bien, tal vez demasiado bien: un aperitivo, dos platos y postre. Menos mal que subíamos a “Baterías” a quemar calorías. Calorías que también consumíamos en los ejercicios de tiro combatiendo el aire helado de Peñalara en los asentamientos de los viejos obuses 155/23 americanos frente a Matabueyes.



Teníamos profesores de todos los colores: buenos, muy buenos y regulares. Uno de ellos, en su primera clase de química de explosivos, escribió con grandes letras en la pizarra C-H-O-N, elementos que según nos aclaró, eran la base de la química orgánica y de los explosivos militares. No me extrañó que le conociesen como el “Chon”. En sus prácticas fabricábamos fulmicotón y manejábamos aparatos de la época de Proust, antiguo profesor de la Casa y, al parecer, de genio insoportable. En electrónica, el capitán Gadea nos hacía seguir los circuitos con un más-menos menos-más, Rodríguez Cerdido nos enseñaba tiro, Velasco, francés, y Borreguero ejercía de jefe accidental… Algunos exámenes se corregían por campana de Gauss (muy moderno el método), por lo que siempre suspendían los mismos siete u ocho… los que recibirían el despacho de teniente en septiembre al arrastrar suspensos del curso y no completar los créditos en junio. Durante el curso se incorporaron tenientes profesores, toda una novedad: Campins, Chamorro, Barbasán… dedicados a la formación de las primeras promociones de la Escala Básica.

Durante aquel curso recibimos el primer golpe cruel e inesperado que a muchos de nosotros nos depararía la vida: la muerte en maniobras de José Manuel Pujante, compañero del equipo de atletismo y murciano como yo. No fue fácil superarlo; pocos meses después, ya de tenientes, fallecería en un salto paracaidista otro compañero, Alberto Romera, íntimo desde el curso Selectivo y número uno de la promoción de la General. Habíamos tomado una cerveza con nuestras novias en L’Alsace, Madrid, la semana anterior al fatal accidente.



Ciertamente, desde que me puse el uniforme en el 74, he tenido el privilegio de aprender que pase lo que pase siempre tendré con quien compartir alegrías y penas, a quien llamar en los malos momentos o a quien acudir en caso de necesidad. Los compañeros que se forjan en la casa común de los militares son amistades regenerativas y vitalicias. Se llama promoción; la mía es la 267 de las de Artillería y la XXXIV de la General, la que salió de teniente el año del atentado del Corona de Aragón; antes de recibir el despacho pasé la noche en los sótanos del hospital militar velando el cadáver del teniente coronel Queipo de Llano. También murió aquella terrible tarde Inmaculada, la novia de otro compañero de promoción, Juanuco Valencia; más heridas en el alma; más razones para volver a levantarse. Madurábamos deprisa.



Guardo un libro imaginario de mis recuerdos segovianos: en sus páginas está la bandera de España abrigando a la virgen del Acueducto la víspera de nuestra patrona, el estandarte del que nos despedimos, las formaciones en el patio para escuchar la orden del día y la lista de arrestados, las esperas en posición de descanso en el pasillo de honor a la puerta de la sala de profesores esperando la salida de quien nos había citado, el Dos de Mayo en la plazuela del Alcázar frente al monumento a Daoiz y Velarde (yo, sable al hombro, como cabo de batidores, dentro del pequeño vallado que lo protege), el título de segoviano honorario recibido del alcalde, la iglesia de San Miguel, la nieve en Peñalara, la gimnasia bajo cero en Baterías, las prisas en la camareta por estudiar todo lo pendiente, el algodón-pólvora, el pentodo y el árbol de camones de las direcciones de tiro de costa (pregunta de examen: ¿qué ocurre si el relé R203B deja de funcionar?), los misiles y la carta de Smith, Matabueyes y el “alto el fuego, vacas en el objetivo”, “León 21 a León 221 objetivo tipo 0, sección de carrrros rrrrepostando” para que lo repitiese el compañero que pronunciaba la erre con dificultad, los años de plomo en el transistor de la mesa de estudio, el ron con limón de Liberty, las escapadas nocturnas de mis somnolientos compañeros cada diana, la transición política extramuros y seguida cada noche antes de caer dormido; corría el año 1979.

El viaje fin de carrera nos llevó hasta Cádiz. Nos alojamos en Cortadura. El viernes teníamos prevista la visita al Grupo Hawk, pero por la tarde del jueves nos anunciaron que se anulaba. Algunos aprovechamos para pasar el fin de semana fuera de la residencia. Miguel Castro y yo alquilamos un coche y nos fuimos a Almuñécar para pasar el fin de semana con su hermano. Más o menos la mitad de la promoción eligió otros destinos. Más o menos la mitad de la promoción recibimos el domingo por la noche la noticia de estar arrestados, pues al final la visita del viernes tuvo lugar (orden más contraorden, igual a desorden). Para cumplir el arresto, nos confinaban en un aula del regimiento —entonces en mitad de Cádiz— para “estudio”, aunque libros no había y donde yo ejercía de jefe de clase. Antes de regresar a Segovia nos levantaron el arresto. Tanto tiempo ha pasado, que visitamos el Dédalo, un portaeronaves reconvertido de la GM II y llegamos a asistir a un tiro del 152,4 en el Castillo de San Sebastián, algo impensable hoy.  



El despacho de teniente en Zaragoza quedó indeleblemente asociado al atentado del Corona de Aragón. Dos días antes había recibido el despacho de alférez un nieto de Franco y su abuela se alojaba en el hotel. Se especuló con un accidente iniciado en una freidora de churros, pero se demostró que hubo restos de explosivos y que fue un atentado de ETA no siempre reconocido ni reivindicado. Recuerdo los gritos del capitán general en los sótanos-tanatorio del hospital militar y los murmullos de los familiares de los allí velados durante los responsos improvisados. Yo permanecía firme en una de las salas, fría, sin muebles ni sillas, tan solo un féretro, con las paredes forradas de azulejos blancos: una imagen que me acompañará siempre.

Tras aquel verano la promoción se repartió por todo el territorio nacional y perdimos el contacto hasta que, pasada esa época en que los hijos, los cursos, los destinos y las misiones nos alejan de los amigos más queridos, hemos ido retomando el contacto con más intensidad que de cadetes si cabe… en parte gracias al Whatsapp, todo hay que decirlo.

En un mundo en que cada vez más personas viven solas, efecto de la demografía y los usos sociales, y en la que estamos más desconectados de lo que verdaderamente importa, efecto de la tecnología, la salvación para muchos de nuestros males es la vieja, buena y pura amistad. Todos los años volvemos al Real Colegio artilleros egresados 25, 40 o 50 años atrás: es el reencuentro de aquellos chavales imberbes que hoy peinan canas –el que las peina– y cuidan nietos. No hay pegamento más fuerte que el curado en las aulas y las trincheras. Y nuestro Real Colegio va sobrado de adhesivo. Todos los graduados en el convento San Francisco seguimos caminos diferentes en la vida, pero da igual de dónde vengamos o hacia dónde vayamos, siempre llevamos una pequeña parte del otro con nosotros.

Algunos compañeros llevaban preparando su boda a distancia durante meses. Pocos terminamos la carrera “solteros”. Fue un curso agridulce.

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