Lema: Visita a la cuna de la Artillería. Tres niños empiezan a vivir la historia de España.
Reproduzco mi obra galardonada como finalista al Premio de Relatos Cortos de la Fundación de la Biblioteca de Ciencia y Artillería (Segovia)
Las nueve y media de la mañana y todavía queda escarcha en las umbrías y sobre los coches aparcados. El sol de invierno apenas calienta. El vaho nos roba a resoplidos el calor de los pulmones. Se adivinan nubes de nieve entre los ojos del Acueducto. Mis tres nietos no saben caminar a mi altura y se adelantan y paran como si jugasen al escondite inglés. Las alturas de la Mujer Muerta, que en realidad está dormida, permanecen cubiertas por su invernal sábana blanca inmaculada. Todavía hay restos de la última nevada en las calles, pequeños montones sucios de faldas pisoteadas que dejan escapar hilos de agua helada calle abajo.
Vamos muy abrigados. Nora, la mayor —tiene nueve años—, empieza a ser presumida y se ha puesto una bufanda del color azul claro de sus ojos. Su primo Arturo es muy diferente; no puede estarse quieto y todo lo toca; a todo se sube. Le llamo la atención: —¡Arturo, por ahí no, es por este otro lado! ¡Trata de no alejarte o se lo digo a ese guardia! —amenazo sin demasiadas esperanzas señalando a un municipal; el guardia esboza una sonrisa al percatarse de mi apuro. Si dejo a este rabo de lagartija es capaz de encaramarse a cualquier árbol deshojado. Tiene siete años, los mismos que su prima Olivia, la hermana pequeña de Nora. La gran ventaja de estar jubilado es que se puede visitar Segovia entre semana y evitar la multitud de turistas despreocupados de los festivos.
Hace tiempo que planeaba traer a mis nietos y por fin lo he conseguido, ¡y sin sus padres! Me ilusiona enseñarles el colegio donde su abuelo pasó un par de años hace muchos. Mi plan es darles un paseo por la Academia —tengo concertada la visita desde hace dos semanas—, para visitar después el Alcázar. Espero que nos dé tiempo y que aguanten…y aguantar yo. Como en pleno invierno anochece muy pronto, deberíamos estar de vuelta hacia las cuatro. Por la noche conduzco bastante peor que de día. Tal vez deberíamos haber venido en tren.
En la plaza del Azoguejo trato de contarles la historia del Acueducto; ni caso. Les llama más la atención la loba y el diablillo al que nos hemos acercado para hacernos una foto con el monumento de fondo. Nora me pregunta si Rómulo y Remo vivieron de verdad; le digo que lo bonito de las leyendas es que puedes creerlas o no. Se queda pensativa. Creo que no se ha quedado satisfecha con una respuesta tan ambigua.
Subimos al Convento de San Francisco orillando las viejas piedras cuesta arriba. Me identifico en la puerta de la Academia. Los chicos observan con curiosidad a la artillera de la puerta; no están acostumbrados a los uniformes militares, hasta el punto de que ayer en casa, al ver una foto mía de uniforme, Olivia me preguntó si yo era policía.
Arturo se pasa media visita cuadrándose y diciéndome “a sus órdenes, mi coronel”, imitando a la soldado de la puerta. Al cruzar el patio de las acacias revivo recuerdos, nombres, caras que creía perdidas en el olvido. La última vez que estuve, por el cuarenta aniversario, lo hice con mi mujer, que no ha podido venir porque tenía clase en la facultad. No entiendo el porqué de retrasar la jubilación, pero respeto su decisión. Trato de no emocionarme al entrar en la zona noble.
Nora se entusiasma con el pequeño museo de química y la colección de minerales. Me ha dicho tres veces que quiere ser científica como su madre y su abuela. Olivia y su primo disfrutan como niños en la sala de materiales subiéndose a los cañones. El Coronel Director ha tenido la gentileza de saludarnos y acompañarnos por el pasillo de promociones y el salón de actos; es joven, pero que muy joven. En esta parte de la visita confirmo que mis nietos son demasiado pequeños para comprender la importancia de las cosas que están viendo.
Primera prueba superada. No parecen demasiado cansados. Marchamos hacia el Alcázar por la calle Cervantes. Al llegar a la estatua de Juan Bravo, Nora me pregunta con inocencia:
—Abuelo, ¿este señor era artillero como tú? —Arturo y Olivia suben las escaleras de la plaza para asomarse a la fuente de arriba. Ni el Torreón ni la formidable Iglesia llaman su atención.
—No, no era artillero— respondo tratando de contener la risa, —es más antiguo y mucho más importante que yo.
—Pues yo creo que tú eres más importante, abuelo. —Siempre tiene una palabra cariñosa hacia mí y hacia cualquiera, la verdad. ¡qué cielo de niña! (perdón, pero es que soy su abuelo).
—Gracias, Nora. ¿puedes llamar a los pequeñajos para sentarnos a desayunar? Tendréis hambre, que hemos madrugado mucho y el desayuno lo tendréis en los tobillos.
Nora sube hasta donde juegan Arturo y Olivia. A regañadientes, bajan las escaleras hasta la calle. Arturo, ¡cómo no!, está a punto de rodar por ellas un par de veces. Los últimos tres escalones los supera de un salto increíble dando de bruces contra una señora y de rebote casi acaba con la cabeza empotrada en el escaparate de una zapatería. Olivia monta a la grupa de una de las leonas con cabeza de mujer que vigilan el lugar. Antes de llegar aquí hemos entrado en la librería Cervantes y comprado un mapa-guía de Segovia y unas gomas de borrar Milán enormes; tan grandes, que podrán usarlas cien años sin terminarlas. Olivia está encantada con un librito en miniatura que no tuve la fuerza de negarle: “Mil adivinanzas de todo el mundo” se titula. También he aprovechado para hacerme con un almanaque zaragozano. Nos sentamos; mientras nos traen las bebidas calientes y unos churros, comienzo a contarles quién fue el de la estatua, el “artillero” de Nora.
—¿Queréis que os cuente quién fue? — Todos asintieron. Por vez primera en la excursión los tres permanecen callados y atentos. Se está calentito en el local y nos podemos quitar los guantes. Les pido que lo guarden con los gorros de lana en los bolsillos del anorak para que nos los pierdan. El café está bueno. Los churros también.
—Hace muchos años —comienzo—, se coronó Rey de España a un tal Carlos, un joven medio español medio alemán que hablaba castellano con dificultad y que llegó desde muy lejos rodeado de gente avariciosa. Tan codiciosos eran, que en cuanto llegaron, sus cortesanos se liaron a recaudar impuestos a lo bruto. Los españoles estaban hartos de pagar dinero a la Corona para sus guerras en Europa y otros gastos enormes en palacios y castillos. Y un día, aprovechando que el nuevo Rey se había ido a una ciudad llamada Aquisgrán para conseguir todavía más poder del que ya tenía, el pueblo se armó de valor y se levantó en armas. Los jefes de algunas ciudades, a los que llamaban comuneros, no sólo se negaron a pagar, sino que formaron pequeños ejércitos para derrocar a Carlos y restaurar en la Corona a su madre, una tal Juana la Loca. —Los chicos me escuchan con atención.
—¿Y estaba loca de verdad, abuelo? —pregunta Nora interesada.
—No tanto como muchos decían. Pero dejad que siga con la historia. Veréis: uno de esos comuneros era Juan Bravo, que se hizo famoso por enfrentarse a las tropas del Rey y defender la ciudad de Segovia. Lamentablemente perdió y lo condenaron a muerte junto a un medio primo suyo, Padilla, y otro buen amigo, Maldonado.
—¿Y los mataron, abuelo?, ¿Cómo los mataron? ¿Los fusilaron? ¿Y cómo…?, —preguntan a Arturo y Nora a la vez, como si esto de las guerras despertase de repente su curiosidad. Olivia atiende poco, empeñada en rebozar cada churro en el platito lleno de azúcar, como si no hubiese comido en dos semanas.
—Pues lamentablemente sí que los mataron —trato de contestar a todas las preguntas a la vez. —Aunque os parezca cruel, a los tres le cortaron la cabeza. Juan Bravo se enfrentó a sus enemigos en el Alcázar, que es a donde vamos ahora. Los tres comuneros cayeron prisioneros durante una batalla, la de Villalar, hace ahora quinientos años de aquello, poco después de que Colón descubriera América.
—¿Y no usaron los cañones que hemos visto, abuelo? —Arturo empieza a imaginar la batalla como una aventura de película.
—Los que hemos visto son mucho más modernos. Los de entonces, mucho más sencillos, los colocaron en las calles del pueblo parapetándose entre las casas; creían que así se defenderían mejor del ejército del rey, que era mucho más numeroso que el suyo. El caso es que la caballería real hizo una carga y les hizo añicos. Aprended esto bien: en las guerras los perdedores suelen morir y los vencedores cuentan la historia. El caso es que, a pesar de haber perdido la batalla, los castellanos de hoy siguen honrando a sus héroes, y aquí en Segovia, a su jefe de milicias, Juan Bravo, a quien nosotros vamos a llamar desde ahora “el artillero” como dice Nora. Así vuestro abuelo, como artillero y segoviano que es, será para vosotros tan importante como lo es el de la estatua para los segovianos. Por cierto, Arturo, los cañones antiguos que usaron en la batalla los vamos a ver en el Alcázar. Esa idea le entusiasma; se lo noto en el brillo de los ojos.
Todavía sorprendido por el interés de mis tres nietos en la historia castellana, nos ponemos en camino para llegar al Alcázar cuanto antes. Vamos con prisa, así que cruzamos la Plaza Mayor y dejamos la catedral atrás en un abrir y cerra de ojos. Me parece que esta última visita va a ser la guinda de la excursión, y aprovechando su interés en el “artillero” Juan Bravo, les contaré cómo los soldados del Rey defendieron el castillo frente a las tropas comuneras. Entre eso, y la caída del infante por la ventana, espero marcar sus mentes de esponja con recuerdos indelebles de su primera visita a Segovia.
Seguimos caminando hacia el Alcázar, parando en demasiadas tiendas para comprar un tirachinas, otro mapa y algunas baratijas (soy su abuelo y no sé decir que no). Entramos en la plazuela del Alcázar. ¿Cómo vamos a pasar junto a los héroes del dos de mayo sin hablarles de la historia de Daoiz y Velarde? El problema es que tengo que estar pendiente de Arturo para que no se asome al vacío, primero en la parte que da al pinarillo sobre el río Clamores, después hacia los tejados de la Vera Cruz. Detrás de Arturo corre su prima Olivia; son demasiado rápidos para mí. Menos mal que Nora los controla bien, pues además de buena niña se hace respetar por los pequeños —parece su madre; con una mirada les pone firmes. —En fin, que poco puedo contarles de los héroes de Madrid así que lo reservaré para un cuento de buenas noches, tal vez hoy mismo si el cansancio no acaba con ellos demasiado pronto.
Nora lee en la fachada “Casa de la Química” y se le ilumina la cara. —Abuelo, Segovia está llena de ciencia, y como yo quiero ser científica, a lo mejor tengo que vivir aquí cuando sea mayor —argumenta con inocencia.
—Bueno Nora, el futuro dirá. Todavía tienes que crecer y estudiar mucho para ser como tu mamá y como tu abuela. Siempre las recuerdo estudiando, igual que tú, que todos me dicen que eres muy aplicada y listísima. —Me abraza y me regala un beso. Al agacharme me da un pinchazo ya familiar en los riñones, veo las estrellas; casi me quedo doblado.
Nora y yo cogemos a los pequeños de la mano. Ambos en el centro, nosotros en los extremos, y nos dirigimos a la entrada. El puente les encanta —¡Cómo mola, abuelo! ¿Hay cocodrilos? —No tengo que contestar, lo hace Nora:
—En España no hay cocodrilos.
—Pero podían traerlos de otro sitio, ¿verdad abuelo? —insiste Olivia asomada entre los barrotes de hierro.
No contesto porque no esperan respuesta alguna y porque ya estamos pasando los tornos de la entrada. Es curiosa la mente infantil, mientras Nora se interesa por unas cosas, los más pequeños me resultan impredecibles. Arturo se entusiasma con las armas y las armaduras. En un descuido, Olivia casi se sienta en uno de los tronos. Les cuento que el Alcázar se había quemado ciento cincuenta años atrás y que lo reconstruyeron con mucho esfuerzo. También les cuento, sentados junto a una de las ventanas que dan al Eresma, la historia del infante despeñado. Sé que pueden olvidarlo todo, pero esta historia se les quedará.
—¡Ostras, abuelo! ¿y se mató? —pregunta Arturo pegando la frente y la nariz al cristal mientras trata de ver el lugar del impacto contra el suelo. Seguimos un rato sentados; tengo que recuperar fuerzas y prepararme para escalar la torre de Juan II; será la aventura final del día. Aprovecho la parada para contarles que delante de la Casa de la Química hubo una catedral antigua donde enterraron al niño que se cayó por la ventana, pero que la destruyeron a bombazos y la trasladaron a donde está ahora. —Sí, Arturo, la tumba del Infante también.
La subida a la Torre se me hace eterna y dura, no recordaba que la escalera fuese tan larga y empinada (creo que la última vez que la subí tendría cuarenta y cinco años, no más). Al poner el pie sobre la terraza me queman las piernas y no me llega suficiente aire a los pulmones. Nora se da cuenta y me coge la mano ayudándome con el último escalón. Entre los dos vigilamos a Olivia y Arturo, que alucinan con la altura y las vistas. Las grajillas vuelan por debajo de nosotros. Nos hacemos mil fotos con el móvil —que salga la bandera, abuelo, me exigen. —Tendré que mandárselas todas ellas a sus padres. La bajada me recuerda que tengo rodillas, por llamarles de alguna manera. Estoy cansado, ellos hambrientos.
Buscamos dónde comer. Aunque yo prefiero un plato caliente de cuchara —el frío parece ahora más intenso, el sol se oculta tras las nubes de nieve que vimos acercarse por el norte—, despachamos unas hamburguesas con patatas fritas.
Durante la comida volvemos a charlar sobre la Academia, los artilleros, incluyendo entre ellos a Juan Bravo, pues llevó algunos cañones a Villalar y por supuesto, sobre el castillo del niño despeñado. Aunque intuyo lo que les ha gustado a cada uno, se lo pregunto por puro regocijo: para Nora ha sido la Academia, las salas de ciencias y la Casa de la Química; para Arturo los cañones y armaduras y para Olivia está muy claro: el castillo donde su Alteza paseará con largos vestidos de seda azul cielo —no existe mejor color en el mundo para ella—. Estoy satisfecho de la experiencia, agotado pero feliz. De toda la jornada, lo que más valoro son las carretillas repletas de aire fresco, inocencia y cariño que traen a mi vida estas tres fieras. Me tratan con delicadeza: sé que me ven mayor. Sus caras de sorpresa, su emoción ante lo nuevo y sus carcajadas alivian la melancolía de mi existencia desde que su abuela eligió seguir con la docencia en lugar de jubilarse y pasar más tiempo conmigo. Es lo que peor llevo: sus largas ausencias profesionales, aunque ya tuvo que aguantar ella las mías.
Ya en el coche, antes de caer rendidos de sueño, Nora me confiesa que se lo han pasado muy bien y me repite, por enésima vez, que va a ser científica, como su madre. Olivia insiste en que de mayor será princesa —no se da cuenta de que ya lo es —y Arturo me sorprende diciendo que ya no quiere ser futbolista, porque va a ser artillero como su abuelo —quiero disparar con los cañones, tener espada y llevar uniforme.
Empiezan a caer pequeños copos de nieve. La noche le va robando luz al día. Segovia nos ha hecho felices. Tal vez haya sido la última visita que haga con ellos pues mi edad así lo anticipa. En pocos minutos lo único que se escucha en el coche es el himno de Artillería que mis nietos ya se saben de memoria de tanto escucharlo. Aquella noche apenas cenan. Están rotos. Un baño y a la cama.
Antes de acostarse, vienen los tres a darme las buenas noches —Abuelo, ¿nos volverás a llevar a Segovia?
—Buenas noches, dormid deprisa. —Me quito las gafas y me restriego los ojos como si me picasen para disimular la lágrima que se me escapa hacia las mejillas.
Mi hija apaga la tele, se levanta y me da un beso en la frente: —os la apago. Buenas noches, papá, buenas noches, mamá. Se lo han pasado fenomenal. Gracias.
Mi mujer me aprieta la mano con la suya: —Gracias, abuelito, ¿me habéis echado de menos?
Me quedo sentado en el sillón, con la mirada perdida, hasta las tres de la mañana. Me acuesto satisfecho, agradecido y orgulloso. Creo que ha valido la pena el madrugón y el esfuerzo.
¡Mañana no se acuestan sin que su abuelo les cuente el dos de mayo, las heroicidades de los artilleros y la bravura de los españoles! ¡Faltaría más!
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