Relato corto.
Manfredo Monforte Moreno
GD (r) Dr. Ingeniero de Armamento. MBA. MTIC.
De la Academia de las Ciencias y las Artes Militares
Mascaba tabaco mientras dudaba qué hacer con los ingleses, si declararles la guerra o promover un pacto trilateral, aunque para ello tuviese que tratar con el rey francés. Escupió los restos de la hebra hacia una bacinilla junto a la mesa del despacho real. Sabía que debería enjuagarse con bicarbonato y limón para no enfadar a la reina, que no soportaba el olor a tabaco ni los dientes amarillos de su marido.
Rey desde los 15 años, su infancia había transcurrido plácida en Sevilla hasta que muy lejos, en Varsovia, un rey español se postuló ante aquel parlamento para ocupar el trono. Austriacos y franceses frustraron el intento. Enfadado, su padre decidió recuperar Nápoles, Sicilia y Gibraltar. La guerra en Italia se ganó y aquel adolescente, ajeno de momento a la línea sucesoria del trono, se vio obligado a viajar a ultramar para asumir el reinado de las Dos Sicilias. Corría el año del Señor de 1733.
Con 21 años, casó por poderes con María, una rica niña alemana de 14 años, para celebrar la boda unos meses más tarde en Nápoles. En la corte italiana tuvo el acierto –o la suerte– de rodearse de personajes de enorme valía, como Bernardo Tanucci, Felice Gazzola y Francesco Sabatini. La muerte de su medio hermano Fernando le obligó a regresar a España para asumir la Corona en 1759. Llegado a Madrid, la primera decisión de importancia fue frenar el expansionismo británico en América, viéndose obligado a ceder La Florida y otras tierras del Golfo de México a cambio de la devolución de La Habana y Manila. Tras relajar la ansiedad con el tabaco y la lectura de algunas cartas de la España ultramarina, mandó entrar en el despacho al Conde de Aranda, que esperaba nervioso en la antesala.
—Pedro, me alegro de verte, pero no de las noticias que traes.
—Son malas, Majestad, muy malas.
—Pues cuéntamelas.
—He fracasado en Portugal. Ni siquiera pudimos acercarnos a Lisboa… Antes del último ataque habíamos perdido ya más de 20.000 hombres, Señor. No podíamos avanzar y decidí la retirada.
—¡Menudo Capitán General! Al fracaso de la embajada de Varsovia sumas ahora otro más para la Corona. No sé qué hacer contigo… de momento te envío de gobernador a Valencia… allí harás menos daño.
—Gracias por vuestra indulgencia, Majestad. No sé cómo agradecéroslo—. El militar seguía de pie frente a la mesa real, pálido como la cera.
—Agradécemelo saliendo de aquí. Y agradéceselo a las madres que te entregaron a sus hijos para que los enterrases en tierras extrañas sin el premio de la victoria. No tienes perdón. Retírate—. Ni siquiera levantó la vista de las cartas que ojeaba para despedir al militar. Estaba frustrado e irritado con la aventura portuguesa.
De puertas adentro, debía continuar con las reformas iniciadas por su padre. Contaba con un buen equipo de ministros formado por el marqués de Esquilache, Campomanes, Floridablanca, Wall y Grimaldi. El primero de ellos, como responsable de la Hacienda Pública, trataba de controlar el poder de la Iglesia y poner orden en la milicia. La transformación de los ejércitos seguía en marcha, pero la imperativa especialización de los artilleros no terminaba de resolverse.
Felice Gazzola era casi veinte años mayor que su rey, al que acompañó a Madrid desde el Mezzogiorno italiano. Se veía mayor: pelo blanco y mal dormir. Habían estado juntos desde que el infante fuese duque de Parma, rey de Nápoles y ahora del imperio entero. Salvando las distancias, podría decirse que eran buenos amigos. Dos años largos después de su llegada a Madrid, Gazzola recibió la orden de acudir a palacio.
—Hagan pasar al conde de Gazzola—, ordenó el rey.
—Majestad, héme aquí ante Vos. Hágame saber el motivo del despacho. —Carlos fue directamente al grano:
—Como sabrás, Aranda ha fracasado en Portugal. Uno más de sus malditos fracasos. Por esta razón, o por no sé qué diablos, el ejército y la armada andan revueltos.
—Estoy al corriente, Señor— contestó el noble mientras tomaba asiento frente al rey atendiendo a una indicación de éste. El rey gesticulaba en italiano, exagerando su expresión corporal con el movimiento de las manos.
—Como sabes, estoy impulsando la creación de las Reales Fábricas, algunas de las cuales están llamadas a proveer a mis soldados del material más moderno del que se pueda disponer; el régimen de asientos no garantiza ni la calidad ni el precio que paga la Corona por los productos que recibe. En la actualidad, mis dos grandes preocupaciones domésticas son el problema agrario y la actitud de ciertos militares, porque todas las reformas que estoy impulsando para modernizar esta gran nación se topan con la Iglesia y la nobleza, dueñas y señoras del campo, y algunos altos mandos.
—Soy consciente de ello, Señor.
—Te he hecho llamar para continuar con las transformación de los ejércitos y que cuenten de una vez por todas con auténticos especialistas en el combate moderno. Me refiero a los artilleros, que poco tienen que ver con la infantería de los viejos Tercios o la caballería. Los nuevos regimientos y sus batallones de a pie o a caballo deben contar con el apoyo de cañones precisos y potentes que nunca tendremos si no controlamos la fabricación y la formación de quienes deben usarlos en el campo de batalla.
—Es una labor compleja… y un reto ilusionante, Señor. ¿Cuál es vuestra idea?
—Acuérdate de lo que hicimos en Nápoles. Aquí debemos reorganizar la artillería de una vez por todas, algo que debemos —debes— hacer a la mayor brevedad. Sabedor de la tarea que te encomiendo y para facilitarte la empresa, he dispuesto nombrarte teniente general de mis Reales Ejércitos e Inspector General de Artillería.
—No sé qué decir, Majestad.
—Pues no digas nada y ponte a la tarea en cuanto abandones palacio. ¡Ah, y bórdate el uniforme lo antes posible! No tenemos tiempo que perder. Manténme informado de cada paso que des—. Gazzola abandonó la sala con el corazón a mil pulsaciones. Se sentía honrado por la confianza del monarca, pero sabía que el encargo no sería fácil.
—Por cierto, Felice—, le espetó el rey antes de que alcanzase la pesada puerta de caoba de la sala: —he pensado redactar unas ordenanzas de nuevo pie para mis ejércitos, pero eso prefiero tratarlo después de que concluyas tu trabajo. De momento tenemos las de mi padre, pero las veo anticuadas y poco ambiciosas. Ya te iré dando ideas. Ahora ponte a lo ordenado.
Tras meses de estudio, se publicó el Reglamento de nuevo pie del Real Cuerpo de Artillería. Con ello, se eliminaba la figura del cadete de regimiento y se creaba una compañía de caballeros cadetes como única procedencia de la oficialidad artillera. Había que buscar el lugar donde establecer la recién creada unidad de alumnos y organizar un centro de enseñanza de primer nivel que reuniese, junto a los mejores profesores disponibles, los conocimientos de las antiguas academias de matemáticas y artillería. ¿Qué lugar podría acoger el regio proyecto? Gazzola despachaba de nuevo con el rey:
—Señor, la única forma de atraer y mantener buenos profesores es establecer el nuevo colegio aquí, en la Corte.
—¿Y exponer a unos zagales imberbes a convivir con todos los vicios?
—Cierto, Majestad. Teniendo en cuenta esa verdad, Toledo podría ser una buena opción si no queremos que los cadetes se pierdan por las tabernas de Madrid. He sopesado usar su Alcázar o en su defecto el Castillo de la Mota en Valladolid.
—Mucho calor para estudiar en verano… ¿por qué no cerca de mi palacio de San Ildefonso? Con la sierra de por medio, los mantendremos próximos a mi Corte, pero suficientemente lejos para evitar tentaciones.
—¿Segovia, Señor?
—Segovia es, junto a Toledo y Valladolid, una de las tres perlas de la gran historia de Castilla y de España. En las tres vivieron reyes y nobles. Además, el invierno poco invita a la calle y facilita la concentración en el estudio.
—Segovia será, pues. Nada más que hablar. Me desplazaré hasta allí para ver si hay algún caserón donde instalar el colegio. Vuestro Alcázar no me parece práctico para un centro de enseñanza, pero no lo descarto. Sigue siendo prisión de Estado y carece de cocinas y locales que puedan usarse como aula. Las obras de adecuación podrían ser importantes y caras.
—Tendrás lo que pidas. Por el dinero no debes preocuparte. La coyuntura económica no es mala mientras sigan llegando barcos de América.
—Gracias, Señor.
—El que está agradecido soy yo, Felice. Para las obras puedes contar con Sabatini, aunque le tengo muy ocupado embelleciendo Madrid, y para los dineros que precises habla con Esquilache; él ya está al corriente.
Consciente de la responsabilidad que su joven amigo había depositado en él, debía preocuparse ahora por elegir el lugar y un cuadro docente a la altura de la ambición mostrada por su rey. Preguntó a nobles y militares de alta graduación, indagó en universidades, seminarios y academias, pero la profundidad de las enseñanzas ilustradas pretendidas —muchas de ellas científicas— alejaban el proyecto docente de tolo lo que se conocía hasta la fecha, pues se debían solapar las enseñanzas teóricas con la práctica, la moral con la milicia, el conocimiento con el valor, el espíritu artillero con la excelencia, el humanismo con los números, el arte con la ciencia, el sacrificio con el honor, y todo entre unas paredes que verían transformarse a niños en los oficiales que la gran nación española necesitaba.
Gazzola era consciente de que el oficio de artillero obligaba a desarrollar una serie de conocimientos cuya enseñanza había sido hasta entonces responsabilidad de los capitanes de las compañías y, por tanto, con resultados muy dispares. Tampoco le gustaba la diferencia que se hacía entre los artilleros ordinarios y extraordinarios, marcada por los resultados de los exámenes a los que se les sometía con cierta arbitrariedad —suponía—. Firme defensor de la importancia de la escuela de Artillería de Nápoles que él mismo había tratado de mejorar, había convencido al rey de la necesidad de un Real Colegio que unificase los conocimientos artilleros y reglase un plan de estudios que debía ser ilustrado, práctico y exigente. Era la piedra angular de la reforma del Cuerpo de Artillería.
Recomendado por Aranda, finalmente encargó la tarea a un cura jesuita de prestigio, Antonio Eximeno, que se ocuparía de la enseñanza de las matemáticas y a quien tuvo que hacer llamar desde Valencia. Los trabajos de detalle delegados en el religioso le permitirían dedicar más tiempo a la decoración del salón del trono del Palacio Real de Madrid, una obra que le quitaba el sueño y años de vida. Entre Ximeno y el conde de Tilly, subdirector a la sombra de Gazzola, el proyecto era garantía de éxito.
A pesar del disgusto real al conocer quién era el elegido, accedió al nombramiento. Era consciente de que media Europa estaba expulsando a los jesuitas y de que él debería hacerlo en algún momento para allanar el camino a las reformas en marcha eliminando de raíz la fuerte resistencia de la Orden. Eximeno iniciaba una carrera de corta distancia.
Gazzola había visitado Segovia y concluido que era el lugar idóneo para instalar el Real Colegio. Sus razones, además de las expuestas por el rey, se centraban en el tamaño de la ciudad, la sobriedad de sus gentes y la tranquilidad de sus calles. Tras inspeccionar diferentes edificios, se decidió por el Alcázar pues, además de su majestuoso porte, el único acceso al edificio permitiría controlar la entrada y salida de los cadetes. La explanada sobre la que en su día estuvo la antigua catedral de Santa María serviría para las prácticas del servicio de los cañones y su puntería. Según le escribió al rey “el Real Colegio se verá reforzado por tan singular palacio, pues la altura de sus torres y la profundidad de sus fosos y ríos imitan el nivel científico, humanista e ilustrado de las materias que en él se impartirán”. La única dificultad era trasladar a los presos que seguían purgando penas y condenas entre sus muros, algo que debería someter al gobierno, aunque este “pero” le preocupaba bastante poco.
Viniendo de la voluntad del rey, sería relativamente fácil contratar profesores civiles y destinar a los militares mejor preparados; tampoco habría cortapisas para disponer de cañones, laboratorios, medios de enseñanza, materiales de todo tipo —debería contarse con acémilas y caballos para el movimiento de las piezas más pesadas— y una amplia zona fuera de la ciudad donde las bocas de fuego pudiesen escupir sus proyectiles hacia los objetivos del cerro Matabueyes. Todavía se debía limpiar la plazuela del Alcázar de las ruinas del viejo palacio episcopal pegadas a lo que en su día fue la catedral de la ciudad, reconstruida junto a la Plaza Mayor tras las refriegas comuneras.
Un año antes de iniciar la actividad docente, el Rey firmó en La Granja el edicto para iniciar la admisión de alumnos. En primavera de 1764 el Real Colegio abría sus puertas a los primeros niños-cadete de entre 12 y 14 años —con certificado de nobleza—, que no obtendrían el empleo de subteniente hasta completar el plan de estudios y haber cumplido los 18. Aprovechando el impulso de la Corona, el nuevo centro contó desde su fundación con fondos para formar una impresionante biblioteca, incluyendo libros prohibidos, que tocaba todas las ramas del saber. Los libros y gabinetes traídos desde la Academia de Cádiz por Lasso de la Vega constituyeron el embrión de lo que llegaría ser una de las mayores colecciones científicas del mundo. Además, pronto comenzaría la producción propia con la publicación de los primeros textos de apoyo al estudio de la pluma de Gutiérrez de los Ríos o Tomás de Morla, el primeraco de la promoción proa de las demás. Con el Real Colegio en marcha, Gazola se reunió de nuevo con su rey en La Granja:
—Estoy contento, Felice. El Real Colegio es un éxito que empieza a conocerse en todas las cortes europeas.
—Gracias, Señor. Ha sido obra de muchos, pero sin su apoyo nos hubiésemos quedado cortos. Lo digo como orgulloso director que soy, consciente de que sin las órdenes dadas a Esquilache hubiese sido muy difícil crear un academia tan ambiciosa.
—¿Cortos, dices?
—Me refiero a los generosos contratos ofrecidos por Su Majestad a los profesores civiles y las ventajas para los militares. Creo que la clave ha sido la selección de las personas… lástima que Eximeno haya tenido que hacer las maletas tan pronto.
—No podía hacer una excepción con él. Hubiese sido un mal precedente.
—Lo entiendo señor, pero ha sido muy difícil buscarle sustituto.
—No cantemos victoria todavía. Debemos esperar a que los primeros alumnos terminen sus estudios: sólo entonces sabremos si el enfoque ha sido el correcto. Tanto estudio, disciplina… no sé si estamos creando un cuerpo de élite dentro del Ejército, lo que puede ir en contra de la unidad necesaria entre mis regimientos y sus mandos, empeñados estos últimos en un protagonismo que no les corresponde. A ver si los artilleros se van a creer lo que no deben ser, salvo leales servidores de su Rey.
—Contamos con un prestigioso Colegio que está sirviendo de modelo a toda Europa. Aunque de los primeros ingresados van quedando cada vez menos.
—Ingresaron unos sesenta en la primera promoción, ¿no?
—Así es, Señor, sesenta. Pero a estas alturas sólo quedan dos docenas, que al final de los estudios serán una quincena escasa.
—Habrá que adecuar los ingresos a las bajas que se vayan produciendo, pero nunca bajar el nivel de exigencia. La Corona necesita excelentes oficiales, no medianías.
—Por supuesto, Majestad. Permítame contarle lo que ha supuesto el Colegio para la ciudad.
—Adelante, Felice, no me dejes con la curiosidad.
—Desde que se instaló el Colegio, la ciudad ha progresado. La alegría se nota en sus calles y sus gentes. El trasiego de cadetes desde el Alcázar al convento de San Francisco donde hemos tenido que acomodarles unos dormitorios, hace que el dinero que gastan haya hecho florecer el comercio. Incluso algunos se han ennoviado con segovianas, mujeres todas de fuerte carácter y singular belleza. A ello hay que sumar las visitas de sus nobles padres desde Madrid o La Granja, donde pasan el verano junto a Vos. Hasta tres hospedajes y casas de comidas han abierto sus puertas en los últimos meses.
—Me alegra escuchar lo que dices. Doble acierto pues, colegio y ciudad avanzando hacia la modernidad de la mano.
Entró en la sala una camarera con un servicio de té humeante. Por un momento, el rey disfrutaba de buenas noticias, aunque no fuesen a cambiar en nada la situación en la España americana y europea. Esnifó un poco de rapé —estoy dejando de mascar tabaco, a la reina le molesta — le confió a Gazzola. Con aire distendido, prosiguió: —me preocupa el auge industrial de nuestros enemigos, especialmente de los ingleses. Deseo industrializar la nación a partir de las Reales Fábricas y al frente de las de Artillería necesito gente de empuje y cabeza.
—Ya no hablamos de arte tormentaria, Majestad. Eso quedó atrás. Pronto tendremos auténticos maestros que, por su juventud, pueden convertirse en los impulsores del cambio que desea, Señor.
—Pero no nos quedaremos parados. A semejanza de lo que hemos hecho con la Artillería, debemos promover un modelo similar con los artilleros navales y los ingenieros. Pero eso es harina de otro costal. Y trasladar el modelo de Fábricas Reales a ultramar, especialmente en cuanto a fabricación de la pólvora, pues su transporte resulta caro y peligroso. El armamento podemos llevarlo desde aquí.
—Nos pondremos en ello a la mayor brevedad, Majestad.
—Buen trabajo, Felice. Lo que hemos hecho no hubiese sido posible sin tus conocimientos y buen hacer. Deberías disfrutar un merecido retiro en Nápoles, si así lo deseas, para ver a los viejos amigos y tratar de que la Escuela de Artillería de allí imite a nuestro Real Colegio.
—Así lo haré. Gracias por todo, Majestad.
Hoy en día siguen en activo tanto el Real Colegio Artillería de Segovia (1764) y la Real Academia Militar de Nápoles (1787) cuyos orígenes están en las primitivas academias de Cádiz y Nunziatella Rosso Maniero. Ambas academias, por distintas razones, perdieron el apelativo de Real, pero mantienen el espíritu que las creó.
En ambos centros reza el lema: “La ciencia vence”. Hoy sigue venciendo.
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¡Magnífico artículo Manfredo, enhorabuena!