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Rojo Sangre, Pólvora Negra




Manfredo Monforte Moreno

GD (r) Dr. Ingeniero de Armamento. Artillero

De la Academia de las Ciencias y las Artes Militares


Hace dos años tuve la suerte y el honor de quedar finalista en el certamen de relatos cortos que organiza anualmente la Fundación de Ciencia y Artillería con el texto titulado “Juan Bravo, el artillero” que se puede leer en este mismo blog. Se cumplían entonces 500 años del levantamiento comunero en Castilla y el relato debía hacer referencia al mismo. Este año me presenté nuevamente al concurso con el relato que aquí dejo y que debía versar sobre Segovia, la Artillería y el 500 aniversario del patronazgo de Santa Bárbara. Esta vez no he tenido suerte, los había mejores que el mío. La idea surgió de un incidente de fuego que tuvimos –siendo yo responsable– en el Centro de Experiencias de Torregorda, en Cádiz, cuando en unas pruebas experimentales el cierre de un Obús ATP M109 salió despedido por la puerta posterior (¡a 20 metros!) Afortunadamente, al tratarse de un centro de experimentación, las medidas de seguridad son máximas y no hubo que lamentar heridos. Aquí dejo el relato que presenté por si es de interés.


Sucedió un día ya lejano. Amanecía en el campo de maniobras de San Gregorio, cerca de Zaragoza. Sobre el horizonte se reflejaba la luz de la gran ciudad apenas despierta. El toque de diana dolió en los oídos de los alumnos. Habían trasnochado durante un largo ejercicio de guerrillas. Llegaron a su tienda sobre las tres de la mañana; les costó dormirse.

Iba a ser un día importante porque en unas horas se enfrentarían a un ejercicio de fuego real en puestos de combate; la excitación, o tal vez el cansancio, apenas les había dejado descansar... Se trataba de una rutina mil veces repetida en el simulador sobre bits y pantallas que hoy se convertirían en proyectiles de cuarenta kilos y obuses de veinticuatro mil.

En el interior de una de las tiendas desayunaban los alumnos de la Academia de Artillería de Segovia. Hacían las prácticas de fin de curso encuadrados en el Grupo Autopropulsado XII, el Expedicionario, por haberse desplegado en el Sáhara español cincuenta años atrás durante la Marcha Verde.

Marta Merino, sargento alumna de segundo, apuraba su café con leche y guardaba el bocadillo de media mañana en el bolsillo del boscoso. Aunque los faldones de la tienda estaban levantados, apenas corría aire; el ambiente templado de la mañana anticipaba un día tórrido típico del julio aragonés; sabían que el polvo lo haría más penoso aún. En el perímetro del campamento se alineaban obuses y vehículos cubiertos por la misma harina blanca que en un rato la cubriría a ella también.

Marta había nacido en Segovia y visto a los cadetes desfilar mil veces entre la Academia y el Alcázar. No tenía familia militar, pero sin saber la razón, había soñado desde niña con vestir el uniforme a pesar de las reticencias de su familia, empeñada en quitarle la idea de la cabeza. –Marta, el ejército no es para chicas como tú – le repetían sus padres machaconamente –no creo que pases las pruebas físicas… mírate, con lo delgada que estás…–. Ella siempre respondía un lacónico –bueno, ya veremos– mientras para sus adentros se reafirmaba en la convicción por perseguir su sueño. Las preguntas de amigos y familia se repetían: ¿para qué quieres ser “sargenta” ?, ¿quién va a seguir el negocio de la familia? Palabras que, lejos de disuadirla, lograban reforzar aún más su ilusión por demostrar su valía y vocación, una vocación de servicio alimentada en sus años de scout y en el voluntariado de los dos últimos veranos, uno en la residencia de ancianos de La Granja y otro con niños discapacitados en la misma Segovia.

El único compañero de su instituto que ingresó con ella era Ángel Matarranz, con quien apenas había hablado antes del ingreso y mucho menos de su intención de opositar para ser militar. Su sorpresa fue verle en Talarn durante la oposición: ambos formaban la misma tanda alfabética. Una casualidad, un encuentro inesperado que habían puesto los cimientos de una amistad que iba más allá del compañerismo. Sus viajes compartiendo coche desde el pueblo ilerdense a Segovia, los vinos del sábado por la tarde noche o las tardes de estudio conjunto, fueron precipitando un poso de complicidad durante los dos duros cursos que siguieron a su incorporación; ahora eran, abiertamente, medio novios, sin saber muy bien si salían o simplemente estaban juntos. Ángel era un chaval alto y muy fuerte –un armario ropero– como los viejos artilleros de montaña. Criado en un pequeño pueblo segoviano, Escobar de Polendos, completó el bachillerato en Segovia, donde al igual que Marta, sintió el aguijonazo de la vocación viendo desfilar a los que hoy eran sus compañeros de armas. Ambos sabían que, de ser militares, preferían servir como artilleros. No había elección alternativa en sus vidas.

La noche anterior, después de la cena, Marta y Ángel habían estado hablando con el páter de la Academia sobre la forma de casarse al acabar la carrera. Ángel quería una ceremonia religiosa, pero Marta se negaba, era algo atea, negando cualquier argumento en contra de sus creencias de forma tajante –Mira, páter, no creo en la suerte, ni en la vida eterna, ni acabo de creer en un Dios que todo lo ve, ni en santos deseando hacernos favores; tampoco soy supersticiosa, así que por lo civil.

Antes de dar por concluida la conversación, el cura le dio a Ángel una estampa de Santa Bárbara: –Toma, llevarla no te hará daño; detrás tienes la letra del himno. A ti, Marta, te la daría, pero como te veo poco convencida… – Marta le observó con un gesto de resignación. El sacerdote concluyó la conversación: –Marta, eres muy joven y la vida es larga; tal vez cambies de opinión. Sabes que tienes la puerta de mi despacho abierta, no me veas como cura, sino como un amigo o un psicólogo dispuesto a escucharte. Prometo no darte la vara con el catecismo–. Ángel sonrió al páter mientras se levantaba para salir a formar. Con un simple gesto le hizo saber lo cabezota que era Marta y más en estos temas. Ya sabía el castrense que poco podría hacer con ella.

Hacía tiempo que el fuego real se había prohibido en Segovia, pues la presión social impedía tirar sobre Matabueyes. Toda su instrucción de línea de piezas se había hecho sobre un simulador, aunque en primero habían asistido a dos tiros de los veteranos que ese mismo mes saldrían hacia sus destinos repartiéndose por toda España. Por esa razón, las prácticas de fuego real se hacían aprovechando las maniobras de una unidad, fuese en El Teleno o en San Gregorio. Aquella mañana Marta actuaba como jefe de pieza y Ángel, como apuntador de la misma pieza, la 32. Durante el tiro, ella permanecería fuera del vehículo acorazado saludando hacia vanguardia con la pieza cargada y lista en señal de respeto al hipotético enemigo batido por sus fuegos. Observaba a sus compañeros obsesionada con la seguridad. Él estaba pendiente del colimador y la escuadra de nivel… y de la pantalla del ordenador que marcaba la orientación y la elevación. Ambos estaban nerviosos. Era la primera vez que se enfrentaban al fuego real de un obús de 155 mm, nada que ver con el mortero de 81 o el fusil de asalto HK.

Tras un centro de explosiones hecho por la sección central de la segunda batería, se iba a realizar una salva de grupo a tiempos sobre el objetivo. La cuenta atrás se escuchaba ya en la radio. Era la voz del primeraco desde el puesto de mando. Parecía temblarle la voz. Marta mantenía la palma de la mano derecha extendida con el dedo corazón tocando el canto del casco: 20, 19, …,4, 3, 2, 1, ¡FUEGO! El estruendo de las 12 piezas del grupo sonó como un solo estampido. Marta sintió un golpe terrible en la pierna derecha y otro en el chaleco que la derribó de espaldas. El intenso brillo del Sol ascendiendo hacia su cénit se apagó en sus ojos de repente.

Once días más tarde Marta despertaba en la UCI del hospital Gómez Ulla de Madrid. A su lado, un médico y una enfermera la observaban sin poder disimular una sonrisa de satisfacción.

–Marta, mi sargento, ¿cómo estás? –le preguntó el capitán médico.

–Mal. Me duele la cabeza –balbuceó ella– Tengo sed, ¿qué ha pasado?

–Ya lo sabrás, ahora tienes que ser obediente y terminar de ponerte bien– intervino la enfermera, una señora de unos cincuenta años. El médico era mucho más joven. Tenía cara de crío y era guapo, muy guapo.

–Te subiremos a planta esta tarde y mañana podrás recibir visitas si te portas bien. Trata de descansar, has estado muy malita.

Marta miró a su alrededor y vio gente que, como ella, yacía acribillada de tubos y vías. Pidió un espejo, nunca dejaría de ser coqueta. Observó que tenía un par de heridas ya cicatrizadas en cara y cuello. Parecían simples rasguños, pero le seguía doliendo la cabeza, la pierna y el pecho. Tenía sed, mucha sed. Le llamó la atención ver en su cabecero una estampa de Santa Bárbara parecida, si no igual, a la que el páter le había dado a Ángel durante las maniobras. Preguntó por su teléfono móvil, pero nadie supo darle razón. Le dejaron uno y pudo hablar con su madre, que no disimulaba la emoción entre pucheros nerviosos y alguna que otra laguna al no poder articular palabra. Quiso hacer una segunda llamada a Ángel, pero se lo negaron, todavía estaba muy débil. Esperaba saber lo que había ocurrido en cuanto estuviese en planta. Nadie mejor que Ángel para contárselo, pues estaba a su lado y a sus órdenes cuando sucedió todo.

Ángel se encontró al padre de Marta en el pasillo, pero apenas se paró. Su futuro suegro le dijo que era mejor que pasara a verla, que se alegraría. Entró en la habitación. Serían las once de la mañana. Su madre estaba sentada junto a ella. Se acercó, dudando si besarla o no, le dio unas flores que había comprado a la entrada del hospital y un libro –Sidi, de Pérez Reverte– con la idea de que se le hiciesen más cortas las horas de pijama, meriendas de café con galletas y de dormir interrumpida por las continuas visitas de las enfermeras: desayuno, merienda, cena, tensión, pastilla, inyección, temperatura, limpieza… así todo el día. Seguía con el gotero. Se acababa de dar cuenta de que estaba sondada. Saludó a la que ya casi seguro sería su suegra y se dio cuenta de que Marta estaba mejor de lo que esperaba al recordar el accidente y la sangre que empapaba el uniforme y cubría la cara de su “sargenta”. No tardó en observar la estampa de Santa Bárbara sobre la mesilla.

–Así que la Santa ha hecho un milagro contigo, ¿no?– empezó bromeando. Marta no le contestó. Con un gesto le pidió que levantase un poco el respaldo de la cama. Todavía tenía una tos seca y la cicatriz de la traqueotomía permanecía enrojecida.

–Bueno, cuéntame lo que pasó. Yo no me acuerdo de nada y nadie me ha querido hablar del tema– tosía sin disimular el dolor. Estaba tan blanca como las sábanas y tenía el pelo revuelto, implorando un buen lavado.

Ángel le contó lo que recordaba. Tragó saliva tomando fuerzas para el relato. –Estábamos en la pieza 32 tú, Manolo Ortiz, la otra Marta y yo. Cuando terminó la cuenta atrás, Manolo tiró de la guita (la forma coloquial de nombrar al tirafrictor) y hubo una explosión enorme. Se me cayó la escuadra de nivel y me golpeé en la cabeza y la espalda. El casco y el chaleco me protegieron. Todavía me pitan los oídos. De repente todo era humo. Cuando volví en mí, Marta, la cargadora, estaba en el suelo junto a Manolo, uno encima del otro. Yo estaba sangrando por la mano. Mira, tengo una buena cicatriz. El cierre había salido por la puerta trasera y debió golpearte muy fuerte. Cuando salí de la pieza, ya estabas rodeada por gente de la línea de piezas y la ambulancia del grupo estaba llegando.

– ¿Qué tal están Marta y Manolo?– preguntó angustiada.

–Es duro contarlo. A Marta no le pasó casi nada, salvo un problema de oídos por no ponerse los tapones y algún que otro rasguño. En el momento del disparo estaba de espaldas y el casco le protegió, pero Manolo… Manolo no superó sus heridas y murió en el hospital. Lo enterramos la semana pasada en Tomelloso. Fue muy duro para todos esperar a que terminase la autopsia. Por lo visto una pieza del obturador le segó la yugular. Ni el casco ni el chaleco le sirvieron de nada.

–¡Dios mío, qué horror!– exclamó ella mientras se le humedecían los ojos. Y haciendo de tripas corazón, preguntó: –¿cuánto tiempo llevo aquí?

–12 días con el de hoy– contestó su madre, que mantenía un rosario en las manos pasando las cuentas mientras movía los labios rezando para adentro.

–El médico me ha dicho que el golpe en el pecho me afecto un pulmón y el bazo, pero que no voy a perder ninguno de los dos. En la pierna llevo más clavos que una ferretería. Dicen que es lo que más me va a costar.

–Lo importante es que te pongas bien. Santa Bárbara te protege– medió él mirando la imagen de la mesilla.

–Y la Fuencisla – intervino su madre– y la medalla de la Milagrosa que siempre llevo en el bolso… y lo mucho que hemos rezado.

–Bueno, la de sufrimientos por la patria te la van a dar seguro– concluyó él observando los ojos húmedos de su novia –Demasiadas emociones, Marta. Tienes que descansar.

–Dejaros de tonterías. No estoy para pamplinas– dijo ella pidiendo que le bajase el respaldo. El neumotórax izquierdo había tardado en recuperarse y todavía se fatigaba al hablar. –Espero estar bien para empezar el curso en Segovia, ¿cuándo me darán el alta?

–Ni idea, pero no pienses en la Academia ahora. Primero debes ponerte bien y empezar la rehabilitación de la pierna. El cierre te arrancó parte del gemelo y te dejó los huesos a la vista y bastante mal, así que lo único que tienes que pensar es en ti… bueno, y en mí si quieres.

–Oye, ¿tenía novia Manolo? –interrumpió sin atender a Ángel.

–Que yo sepa, no. En el entierro estuvieron sus padres y dos hermanas, además de familia, gente del pueblo y casi toda la promoción. Estuvieron muchos profesores y hasta el JEME, que es artillero. A Manolo le vamos a echar de menos, pero mucho. Nos hemos quedado sin uno de los buenos.

–Y tanto– dijo Marta– Era de los pocos que fumaban y siempre me daba algún que otro pitillo y fuego. Sabes que me entraban las ganas cuando me quedo sin tabaco.

–El funeral será en la Academia a principios del curso que viene. Te queremos ver allí. Los demás ya están de vacaciones y los de tercero se han ido a sus destinos. ¿Te acuerdas de Benjamín?

–¿El de tercero? Sí, ¿qué le pasa?

–Pues que tenía a la novia en Burgos y se equivocó al pedir…

–¿Y?

–Pues que se va a Canarias. La novia se ha mosqueado y ya no quiere casarse. Dice que lo ha hecho adrede para no estar cerca de ella y su familia.

–Siempre ha sido un caraja… pero es un buen chaval… –apuntillando– A lo mejor la novia tiene razón y la equivocación no fue tal…– Ambos rieron, aunque a ella le costaba mucho hacerlo sin toser. –Y tú, ¿dónde duermes aquí en Madrid?

–Por una gestión del coronel, me han dejado una habitación en la residencia de Moncloa.

Cinco días más tarde Marta recibió el alta y comenzó la rehabilitación en Segovia. Daba grima verle la herida y los tornillos de la pierna, pero era una mujer muy fuerte a pesar de su pequeña estatura (una sargento concentrada, bromeaba Ángel). Todas las semanas recibía la llamada del coronel director o del jefe de estudios para interesarse por su progreso. Ambos se habían acercado de uniforme al Gómez Ulla para darle ánimos y transmitirle el apoyo artillero.

–Tienes la factura del helicóptero pendiente de pago– había bromeado el teniente coronel, arrancándole una sonrisa. –Pues con el sueldo que gano, voy a estar pagando hasta el retiro– contestó ella con un humor que volvía poco a poco a su vida.

Marta y Ángel comenzaron el curso con normalidad, aunque ella no retomó las clases de gimnasia hasta bien entrado el mes de noviembre. Ahora su inquietud se centraba en los posibles destinos al acabar la carrera y saber si seguirían juntos o no. El accidente les había unido más aún si cabe. Ángel no se había separado de su novia ni un solo momento. Pasaba las horas jugando con el móvil al Candy Crash, chateando o riendo con el Tiktok en la sala de espera durante las largas sesiones de rehabilitación. Marta salía exhausta y dolorida, pero al verle forzaba una sonrisa para disimular el cansancio. Juntos celebraron el día que dejó las muletas y cada uno de los injertos de piel que tuvo que sufrir para que la pantorrilla pareciese una pierna más o menos normal. Tardó más de dos años en volverse a poner falda, no quería mostrar el mordisco del gemelo.

¿Y qué fue de la estampa de Santa Bárbara? Pues que él la llevaba siempre y ella… ella también. Decía que le había traído suerte, aunque era un poco atea y en nada supersticiosa. Algo tiene el agua cuando la bendicen…

En julio del año siguiente recogieron su despacho de sargento, sus títulos civiles y su libro de familia virtual. Y sí, se casaron en la capilla de Santa Bárbara, dentro de la Academia de Artillería, antes del final del curso y con asistencia de toda su promoción. Marta dice que en el momento de dar el sí quiero, le pareció que la imagen de la Santa le sonreía… pero eso no puede ser verdad, claro.

Marta salió destinada al Regimiento 71, en Madrid, mientras que Ángel cayó en El Goloso. Estaban cerca, pero era mejor no compartir destino. Cuatro años y dos misiones después, nació Bárbara, su primera hija. Después vendrían Milagros y Fuencisla. Familia numerosa, segoviana y artillera. No podía ser de otra manera.

Dicen los que viven en el Cielo a su lado que Santa Bárbara no cabe en sí de gozo. No en vano había salvado la vida a una descreída para hacerla feliz junto a Ángel. En el fondo, algo había creído Marta siempre, aunque no lo supiera. Ahora, ambos presumen de la medalla de los quinientos años de patronazgo sobre sus uniformes de gala.

Y esta es la historia que os quería contar: sangre y pólvora, los colores de la medalla y de los artilleros. Han tocado silencio. ¡Buenas noches!

Por cierto, a veces los ingenieros no diseñamos cosas muy prácticas. Y si no, véase la fotografía.

Imágenes: Google images

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