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Valencia en el corazón

Manfredo Monforte Moreno

GD (r) Dr. Ingeniero de Armamento. MBA.MTIC. Artillero

De la Academia de las Ciencias y las Artes Militares

 

El lunes 16 de diciembre estuve en Valencia y en Catarroja. Me llevaba hasta allí el encargo de dos empresarios patronos de la Fundación de la Academia de las Ciencias y las Artes Militares de la que soy secretario general. Se trataba de canalizar ayudas.

Antonio Ramírez, presidente de la empresa TSD, con seiscientos empleados, me confió que el dinero que cada año dedicaban a la comida de Navidad con todos sus empleados, este año iría para los damnificados por la dana del 29 de octubre en Valencia. Me pudo el corazón y le dije que mi hermana vivía en Catarroja, el pueblo de mis padres, y que podría buscar un buen sitio al que dirigir la ayuda. Mi cuñado, Francisco Navarro, coronel de intendencia retirado, reaccionó como nadie más podría hacer y antes de conectar la empresa con él, ya estaba hablando con la hermana Guillermina, encargada de una residencia de la tercera edad junto al ayuntamiento de Catarroja. Una monja que, de haber sido coronel, hubiese sido una excelente jefa de regimiento. Eso fue el viernes. El lunes ya estábamos allí.

Antes de acercarnos a Catarroja, Antonio y yo estábamos citados con el vicepresidente de la Generalitat, el teniente general Francisco Gan Pampols, un militar lo primero, un servidor de la cabeza a los pies y un buen amigo. Llevaba el abrazo y el encargo de nuestro presidente de la Academia, el general de ejército Jaime Domínguez Buj: “Dale un abrazo a Curro, pero de los de verdad”. Nos recibió en su despacho de Amadeo de Saboya 2. Fue al grano. Nos transmitió la urgencia de la situación y las mil y una necesidades que tienen los damnificados. Hablamos de cómo podríamos retirar el barro acumulado en los pueblos afectados y cómo achatarrar los miles de vehículos sin dañar al medio ambiente. Quedamos en estudiarlo y proponerle soluciones. Antes de irnos, nos volvió a decir que estaba muy preocupado por la salubridad y el bienestar de la gente. Una preocupación que no nos sorprende a los que le conocemos como persona, jefe y compañero. Al decirle que nos íbamos a Catarroja, elogió el talante de la alcaldesa —tiene las cosas muy claras y una gran determinación, nos dijo— y nos pidió que pisáramos el terreno y tomáramos buena nota de lo que quedaba por hacer tras mes y medio de trabajo desde la desgracia. Lo hicimos.

Mucho trabajo por delante. Mucha urgencia. Lágrimas y lodo. Voluntarios, militares y ayudas insuficientes por doquier. Solidaridad y algún suceso de gente sin escrúpulos que se aprovecharon del caos. Cuarenta y tantos muertos en la villa portuaria de la Albufera, donde mi abuelo materno fue anguilero. Su puesto en el mercado central de Valencia está regentado ahora por mis primos. El primer dinero que gané a mis quince años fue ayudando a mi tío Pepe vendiendo marisco allí. Me dio una propina que me sobrepasó.

Pero volvamos a Catarroja. Mis padres están enterrados allí. Mi sobrino había perdido la farmacia, pero ya suministraba medicinas a sus vecinos; sin cristal en la puerta, con frío húmedo y mesas de cámping, pero el servicio lo daba ya, era cuestión de atender la necesidad.

No estábamos para lamentos, habíamos llegado para ayudar. Aparcamos entre camiones militares, motobombas y enormes vehículos de desatascos. Las zonas verdes habían desaparecido bajo el fango. Ya no se veían los árboles de antaño, pero sí montañas de barro y pilas de coches, algunos aplastados, otros sacados de garajes inundados; un enorme problema de baterías, combustibles y líquidos que había que extraer antes de achatarrarlos. Antonio, mi hermana Mercedes, mi cuñado y yo nos acercamos al asilo de la plaza del ayuntamiento. Nos había precedido Irene, también de TSD y encargada de canalizar las ayudas. Nos recibió sor Guillermina. Visitamos la residencia de ancianos —cuidaban de 33— que habían sido recolocados: dependientes en una residencia, válidos en otra. La planta baja estaba arrasada. El sótano imposible. La capilla perdida a pesar de los esfuerzos de los infantes de marina que la habían vaciado de barro. Como si de un milagro se tratase, un infante había encontrado la llave del sagrario entre el cieno. No había altar ni bancos. Comprobamos que todavía podíamos sacar de la pared el sagrario. Paco se encargaría. Era cuestión de unos tornillos. El resto de las estancias estaban anegadas: lavandería, cocina, neveras, despensas… nada valía para nada. Una imagen de la virgen de los desamparados, la cheperudeta, se había salvado, aunque estaba llena de barro. Irene no podía contener las lágrimas.

Hablamos de sus necesidades: la furgoneta que habían perdido, las neveras y lavadoras —todos los días cambian las sábanas—, los sillones ortopédicos, el almacén de pañales, el botiquín… todo. Recuerdo que cuando falleció mi padre —vivía a cincuenta metros de la residencia— mi hermana les donó su cama hospitalaria y una silla de ruedas. Eso fue hace casi doce años. Ahora no quedaba ni una silla aprovechable.  

Junto a Guillermina, una de las hermanas repetía que los militares han llegado de “arriba” y que, para ellas, su presencia y la nuestra era un milagro. Nos contaron que ambas monjas trataron de asistir al funeral de estado presidido por los reyes en la catedral de Valencia, pero que al no tener invitación tuvieron que hacer cola. Al llegar al control policial, se habían olvidado de sus documentos. El policía les preguntó si eran monjas peligrosas y, entre sonrisas, las dejó pasar. Saludaron a los reyes y se abrazaron a Juan Roig, un ángel, junto a Amancio Ortega, para ellas y sus vecinos.

A los infantes de marina Guillermina les dio las gracias por la hazaña de vaciar el cieno del sótano y les confió que su mayor ilusión era visitar el Juan Carlos I atracado en el puerto de Valencia. Dicho y hecho. Y ya que les permitieron cumplir su ilusión, también acogieron a los niños del colegio de su orden en Valencia. Ya lo he dicho, esta monja hubiese sido una excelente oficial… me atrevo a decir que una extraordinaria suboficial mayor u oficial general.

Misión cumplida. Ahora teníamos que ponernos las pilas para suministrar las ayudas que han pedido. TSD ya está trabajando en ello. De la residencia de ancianos, mi hermana, Paco y yo nos trasladamos al colegio Larrodé, un colegio fundado por mi abuelo Manfredo. En sus orígenes fue una academia, pues mi abuelo daba clase en el colegio Paluzié y dirigía su propia academia en la que estudiaban muchos chavales de Catarroja. Casi todos abandonaban los estudios por falta de medios y la necesidad de ayudar a la familia trabajando en el campo o en la pesca. Uno de ellos, un chaval listo y espabilado, no podía pagar sus estudios —hablo de los años veinte del siglo pasado— pero mi abuelo apostó por él. Terminó sus estudios y acabó siendo abogado y alcalde de Catarroja. ¿Cómo podría pagarle a su maestro? Pues nombrándole hijo predilecto de la Villa de Catarroja y poniéndole una calle, la del Mestre Manfredo Monforte. No tuve la suerte de conocerle, pues murió durante el embarazo de mi madre. Años después, mi padre escribió varios libros sobre su pueblo y también fue nombrado hijo predilecto de la Villa. Se comprenderá el porqué de pensar en Catarroja para que las ayudas tuviesen un buen destino.

En el colegio Larrodé, una cooperativa de profesores donde es difícil matricular a los niños debido a la gran demanda por su fama de calidad y seriedad, mi sobrina Ana Giner nos enseñó el desastre que había provocado la dana. Visitamos las instalaciones: aulas arrasadas, comedor y cocinas devastadas, patios y vallas arruinadas, un ascensor inutilizado… afortunadamente, María Durán, una vieja amiga y directora general de MBDA España (empresa patrono también de la Fundación ACAMI), me había pedido que le buscase un destino para sus ayudas. Ningún sitio mejor para ello que un colegio donde los alumnos de secundaria estudiaban ahora online y los pequeñajos habían sido desplazados a las plantas más altas. Una ruina para una cooperativa donde cada euro invertido sale del bolsillo de sus docentes. Conocimos a la directora. No creo que haya profesionales más luchadores y valientes. Ana nos confesó que había perdido sus coches, y que su inversión personal en el colegio estaba avalada por su casa. Su madre continuaba ingresada en La Fe de Valencia, pero su hija nos transmitía fortaleza y valor.

Conocimos a otros profesores, como el de educación física. Nadie mostraba cansancio ni desesperación. Sólo pensaban en la recuperación y en cómo salir de esta dramática situación y retomar la normalidad cuanto antes. Mientras paseábamos entre hierros retorcidos y espacios destruidos, llegó un joven para entregar la recaudación de una obra de teatro de Madrid. Otra empresa se había comprometido a reponer la valla perimetral desaparecida, pues el colegio linda con el barranco del Poyo.  

En nuestra visita hemos podido ver cañas y barro, pisos bajos arruinados, negocios anegados, necesidades y esperanza, voluntad y fortaleza. Ángeles voluntarios venidos de toda España y uniformes manchados de barro.

Me quedo con la imagen de los niños entrando por primera vez desde la dana en Larrodé, entre un pasillo de militares aplaudiendo y animándolos a olvidar y superar la adversidad y retomar sus cuadernos y tablas de multiplicar. Creo que esos chavales no lo olvidarán nunca. Los españoles tampoco lo haremos.

Los valencianos han sido, de nuevo, un ejemplo para todos. Han ofrendado nuevas glorias a España, otra vez.

¡Amunt valencians, tots junts de nou, alcem-nos!


Imágenes: Goole images y propias

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