Manfredo Monforte Moreno
GD (R) Dr. Ingeniero de Armamento. Capitán de Artillería.
De la Academia de Ciencias y Artes Militares
En plena Revolución Industrial, siglo XIX, España trataba de mantener su papel de potencia mundial y su capacidad productiva gracias –en parte– a los artilleros, que implantaron nuevos métodos de fabricación en las maestranzas, fundiciones, fábricas, laboratorios y centros regentados por ellos. Es un hecho que los artilleros supieron, a lo largo de la historia, unir al ejercicio de las virtudes militares el conocimiento técnico, consecuencia del doble papel que les correspondía jugar: uno ejercido en la retaguardia y otro en el campo de batalla, utilizando armas diseñadas, fabricadas y mantenidas por ellos mismos.
Durante el reinado de Carlos III la mala situación económica provocada por la guerra de Sucesión mejoraba; el monarca encargó al conde de Gazola una profunda transformación de la fabricación del armamento español. El plan se materializa en la Ordenanza de Nuevo Pie de 1762, con la que se crea el Cuerpo de Artillería; la idea es nacionalizar la gestión de los centros productivos y aprovechar los conocimientos artilleros para industrializar España de acuerdo con los principios ilustrados de la época. Los artilleros se hacen cargo de su propia formación y de asumir entre sus responsabilidades la dirección y gestión de las fábricas de armamento, incluyendo las de pólvoras, fusiles, armas blancas y fundiciones; la formación de los artilleros, unificada finalmente en el Real Colegio (1764), les faculta como auténticos ingenieros industriales noventa años antes de que otro artillero, Francisco de Luján, ministro de Fomento, creara la primera escuela civil de ingenieros industriales.
Hacia 1790 casi toda la industria española de material de guerra estaba situada cerca de la frontera francesa. Era el caso de las fábricas de municiones de Euguí en Orbaiceta (Navarra), la forja San Sebastián en San Lorenzo de la Muga (Gerona), las de fusiles de Placencia (Guipúzcoa) y Ripoll (Gerona) así como la de armas blancas de Tolosa (Navarra). Las fundiciones se concentraban en Barcelona y Sevilla.
El cambio de las relaciones con Francia tras la Revolución de 1789 hace que el Consejo de Estado examine la seguridad de las fábricas y estudie la posibilidad de alejarlas de la frontera. Esta nueva estrategia coincide en el tiempo con la necesidad de evolucionar la tecnología de los hornos de fundición que venían usando carbón vegetal (con la consiguiente deforestación del entorno) hacia el carbón mineral (coque), un combustible que ya se usaba en Inglaterra desde hacía casi un siglo. Por todas estas razones se decide trasladar las fábricas pirenaicas y navarras a nuevos emplazamientos. Finalmente, se elige un lugar idóneo en la confluencia de los ríos asturianos Trubia y Nalón, no lejos de Oviedo.
Hacia 1802 el sinvergüenza (en el amplio sentido de la palabra) Manuel Godoy, aconsejado por un artillero, Tomás de Morla, determina el cierre de la fundición de Barcelona y reordena los centros fabriles, que quedan así: fundición de bronces en Sevilla, fundiciones de hierro colado en Sargadelos, Trubia, Orbaiceta y Villafranca del Bierzo; de fusiles en Oviedo; de piedras de chispa en Loja (hasta 1854 cuando cambia la tecnología del disparo), de pólvoras en Murcia, Granada, Lima y Manila y de armas blancas en Toledo. Se termina de consolidar así el espíritu de las reformas iniciadas en 1762 por Carlos III.
La Guerra de la Independencia supone un cambio sustancial en el escenario industrial, pues durante la contienda proliferan talleres y fábricas de circunstancias para mantener cierta capacidad fabril, dado que las instalaciones estatales sufren grandes daños provocados por las tropas napoleónicas es su retirada. Las pérdidas de capital humano se deben no sólo a la guerra sino a las depuraciones y exilio posterior de muchos oficiales competentes por colaboracionistas, lo que provoca que algunas fábricas caigan en un letargo que se prolongará durante décadas.
Tras la Guerra de la Independencia, el gobierno se ve forzado a invertir grandes cantidades en la compra de armamento extranjero para combatir a los carlistas. A partir de 1830 se inicia una tímida reindustrialización en una coyuntura política más favorable a pesar de la guerra intestina —nuevamente de sucesión, esta vez con los partidarios de Carlos, hermano de Fernando VII—. La lenta salida del estancamiento se polariza en tres sectores: carbón, siderurgia y textil. El punto de partida de la siderurgia son las ferrerías tradicionales que crece para satisfacer la demanda de hierro para la agricultura (mecanización de las explotaciones), la industria textil y el ferrocarril.
Se podría pensar que la construcción del ferrocarril beneficiaría a la industria siderúrgica, pero no fue así, pues se importaba carbón y hierro del extranjero a pesar de los aranceles que trataban de proteger la producción nacional. De 1865 a 1880 la siderurgia asturiana prepondera en el panorama nacional debido a que comienza a usar carbón mineral (coque). En esta época la industria militar, dirigida por los artilleros, tiene un peso enorme en el panorama productivo español.
Hacia 1860, los salarios industriales en el metal doblaban a otros sectores (11 reales diarios frente, por ejemplo, a los 6 de los curtidores o los 5 de la industria papelera). En esas mismas fechas, las profesiones y oficios en la España europea y norteafricana, eran aproximadamente:
- Religiosos: 80.000
- Ejército: 158.000
- Armada: 51.000
- Marina mercante: 45.000
- Fabricantes e industriales: 350.000
- Ferroviarios: 6.000
- Artesanos: 660.000
- Mineros y jornaleros fabriles: 180.000
- Sirvientes: 800.000
En las escuelas superiores de ingeniería industrial (6 en toda España) cursaban estudios apenas 500 alumnos. La carencia de ingenieros era notoria si se pretendía fomentar la industria tal y como hacían las potencias de nuestro entorno, razón por la cual los artilleros mantenían una fama de cuerpo elitista llamado a ocupar los más altos cargos no sólo de la industria, sino también de la administración. Ahora bien, si la Artillería estaba considerada un cuerpo con gran influencia y poder, ¿por qué se disolvió cuatro veces? Veamos su historia.
La Guerra de la Independencia había supuesto un profundo cambio en la agotada España. Mientras se luchaba contra el francés, se promulgaba en Cádiz una nueva Constitución que ponía la soberanía en manos del pueblo sustrayéndola al rey. Liberalismo y absolutismo estuvieron en conflicto hasta el regreso de Fernando VII, quien al ser repuesto suprimió la Constitución y todas las normas basadas en ella. Conservadores, liberales, monárquicos, republicanos y numerosos movimientos sociales protagonizarían el resto del siglo XIX en España. El poder militar y religioso apoyaban a unos y otros tras cada pronunciamiento, levantamiento o escaramuza.
Francia envió tropas a España —1823, los Cien Mil Hijos de San Luis—, para apoyar el absolutismo del rey quien, una vez recuperado todo el poder, inició una cruel represión contra los liberales. Parece ser que entendió que no podía confiar en el Ejército, por verlo demasiado liberal por lo que procedió, en un acto sorprendente, a disolverlo, quedando sin amparo y sumidos en la pobreza más de diez mil oficiales. Para reincorporarse a filas, los oficiales deberían presentarse ante un tribunal de purificación, donde debían jurar su fidelidad al rey. El nuevo ejército monárquico y leal por imposición a la Corona tardaría en formarse unos siete años con “oficiales” limpios de liberalismo. Esta se podría considerar la primera disolución del Cuerpo de Artillería, aunque lo que realmente se disolvió fue todo el Ejército español.
En 1836 la regente María Cristina destituyó como presidente del gobierno al progresista Mendizábal, nombrado un año antes tras las revueltas liberales del verano, sustituyéndole por el moderado Istúriz. Como era de prever, dada la mayoría que tenían los progresistas —opuestos al nombramiento— en las Cortes, el nuevo primer ministro las disolvió y convocó nuevas elecciones, ganándolas —el censo electoral estaba formado por unos cien mil españoles varones elegidos entre catedráticos, nobles, eclesiásticos, militares…—. La respuesta de los perdedores fue iniciar una serie de revueltas populares que se extendieron por todo el país y estuvieron acompañadas de conatos de insurrección de algunas unidades militares. En ese contexto se produjo el motín de los sargentos en La Granja.
Motín de La Granja de San Ildefonso. La reina recibe a los sublevados.
En efecto, a principios de agosto llegó la familia real al Palacio Real de La Granja de San Ildefonso para pasar el verano. La guarnición asignada al palacio hacía tres meses que no cobraba y hasta allí habían llegado noticias de los levantamientos progresistas y liberales que se estaban produciendo por toda España. El día doce, cuando la mayoría de los oficiales habían ido a Madrid, un numeroso grupo de soldados y de sargentos a los que se unieron miembros de la guardia real se sublevaron al grito de «¡Viva la Constitución!», consiguiendo entrevistarse con la reina quien se comprometió a reinstaurar la Constitución de 1812.
Treinta años más tarde, un nuevo levantamiento se produjo en el madrileño cuartel de San Gil (1866). En aquella época convulsa el pueblo clamaba contra la leva obligatoria bajo el grito “abajo las quintas” —en Madrid se estrenó una obra de teatro con el mismo nombre y enorme éxito—. Se sucedían por toda España los motines y levantamientos populares, aunque los sectores más conservadores no deseaban prescindir ni enfrentarse al más potente elemento de control como era el ejército, especialmente cuando otros cuerpos armados, como los Voluntarios de la Libertad, empezaban a convertirse en organizaciones con mayoría miliciana de origen popular. A pesar de rebajar la cuota de redención de quintos de 6000 a 4000 reales, una cantidad desorbitada, el descontento no disminuía.
Motín de San Gil. Fusilamiento de los sublevados.
El levantamiento de San Gil, protagonizado por suboficiales de artillería y apoyado por los liberales y progresistas del general Prim, trataba de derrocar a Isabel II. Temerosos de ser descubiertos, ya que O'Donnell y su gobierno estaban informados de ciertos movimientos militares en torno al acuartelamiento, se sublevaron cuatro días antes de lo previsto a las órdenes del capitán Hidalgo. Los sargentos tenían motivos de queja contra el gobierno porque este, a diferencia del resto de los suboficiales, no les permitía promocionar más allá del empleo de capitán, al no haber salido del Real Colegio de Segovia. Dos años antes se les había ofrecido la posibilidad de ascenso, pero no cuajó ante la oposición de los oficiales, que consideraban que los “prácticos” no tenían la preparación científica necesaria para ocupar cargos de mayor responsabilidad. A cambio les ofrecían retiros más ventajosos que en otras armas según los años de servicio.
Nada menos que tres regimientos de artillería se dirigieron hacia el centro de la ciudad camino de la Puerta del Sol al tiempo que animaban a sublevarse a las unidades del cuartel de infantería de la Montaña. Durante el trayecto se enfrentaron victoriosos con unidades de la Guardia Civil. Al mismo tiempo, los generales O'Donnell, Narváez, Serrano, Isidoro de Hoyos y Zabala se habían distribuido por la capital tomando el mando de las unidades de artillería no sublevadas así como posiciones defensivas en el Palacio Real. Detenidos en su avance por las tropas de Serrano y O'Donnell, éstas fueron cerrando el cerco a los sublevados hasta confinarlos en el cuartel del que habían partido. Las últimas posiciones rebeldes fueron asaltadas por el general Serrano, dando por concluida la sublevación.
Siete años más tarde, el que fuera capitán Hidalgo, líder de la sublevación, fue nombrado capitán general de las Vascongadas (es obvio que el signo del gobierno había cambiado). El conflicto con el Cuerpo de Artillería estaba servido, lo que pone en bandeja al rey su retorno a Italia. Como protesta por el nombramiento de Hidalgo, hubo una petición colectiva de separación del servicio de los oficiales de Artillería, lo que en la práctica supuso la segunda disolución del Cuerpo, esta vez exclusiva de la Artillería.
El entonces presidente del gobierno, Ruiz Zorrilla, escandalizado por el “órdago” de los artilleros, propone reorganizar la Artillería partiéndola en dos: una escala técnico-facultativa y otra operativa. De esa manera, pondría en la calle a la mayoría de los oficiales y los suboficiales podrían ocupar los puestos vacantes. Además, muchos cuarteles del Cuerpo pasarían a manos de unidades de Infantería y Caballería. El Real Decreto lo presenta al rey que se opone en principio a su firma. Pero dada la convulsa situación política, y viendo Amadeo I una buena excusa para dejar la corona —la gota que colma el vaso dijo—, lo firma. El mismo día de su salida hacia el exilio, se proclama la I República.
Los oficiales depurados tratan de subsistir dando clases particulares o trabajando en el campo; los problemas económicos son insuperables para muchos de ellos. Afortunadamente, unos meses más tarde el liberal Emilio Castelar llega a la presidencia del gobierno y restaura el Cuerpo de Artillería, tal y como estaba antes de la “ocurrencia” de Ruiz Zorrilla. Algo que a Castelar le agradecieron todos los artilleros. Incluso, las unidades de Madrid cubrieron la carrera de su comitiva el día de su entierro en 1899. A los pies de su estatua en el madrileño Paseo de la Castellana puede verse un cañoncito tributo artillero a su benefactor. La Artillería perdona, pero no olvida.
Emilio Castelar
Siendo la Artillería una arma técnico-facultativa y operativa en la que sus miembros se encargaban de la fabricación del armamento y su empleo frente al enemigo, y en aras de darle la misma importancia a ambos destinos, los artilleros habían optado por contar con una “escala cerrada” que en la práctica implicaba la promesa de los oficiales recién egresados del Real Colegio —hablo de 1891— de no aceptar ascensos por méritos de guerra, promocionando a los empleos superiores por antigüedad en el escalafón, algo que plasmaban con su firma en el “libro de la renuncia”. Este hecho diferenciaba al cuerpo de la bombeta en el cuello del resto del ejército y suponía una práctica distorsionadora y difícilmente aceptable por la superioridad. El mismo Primo de Rivera acabó por admitir la renuncia siempre que la “ley lo permitiese” prohibiendo acto seguido dicha práctica por ley. Así que, cuando en los demás cuerpos del Ejército los oficiales eran recompensados con ascensos por méritos de guerra, los de Artillería aceptaban condecoraciones y reconocimientos, pero nunca un ascenso. A pesar de ello, hubo artilleros que habiendo firmado ascendieron por méritos de guerra (porque la ley no les permitía otra cosa) y otros que, no habiendo firmado, renunciaron al ascenso.
En septiembre de 1923, el general Miguel Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, dio un golpe de estado incruento y se hizo con el poder imponiendo una dictadura militar. En 1926 alguien de su entorno inició gestiones para concederle el título de “coronel honorario de Artillería”, algo que al parecer le hizo mucha ilusión. Cuando los mandos artilleros se enteraron de la iniciativa, se opusieron en bloque a ese proyecto. Pocos días después, Primo de Rivera firmó un Real Decreto por el que se liberaba a los militares de cualquier promesa que hubieran firmado, obligándoles como hemos visto a aceptar las medallas y los ascensos concedidos por cualquier motivo. Una clara represalia contra la Artillería.
A pesar de las protestas de los artilleros, al mes siguiente, se aprueban las normas por las que se concederán los ascensos en el Ejército. Estos hechos forzaron la dimisión del jefe de la Artillería que fue arrestado. A primeros de septiembre se da la orden para una nueva disolución del Arma de Artillería. Los únicos no afectados por este decreto son los que se hallan en el norte de África combatiendo con los rifeños. La Academia de Artillería se cierra.
Miguel Primo de Rivera
Esta nueva disolución —la tercera— produjo un enorme quebranto económico a los oficiales del Arma. Afortunadamente, a mediados de noviembre del mismo año, se publicó un Real Decreto que invitaba a todos los oficiales a reingresar en el Ejército. En 1927 se restablece la Academia General Militar —segunda época—, perdiendo la Artillería su tradicional condición de Cuerpo, pasando a ser una más de las armas combatientes. De hecho, la primera Academia General, con sede en Toledo (1882-1893), ya había hecho desaparecer los Cuerpos, aunque fue clausurada en pocos años.
A finales de 1928, se monta un complot contra el régimen, dirigido por el político Sánchez Guerra. Parece ser que la idea era iniciar la sublevación en Valencia, donde pensaba que contaría con la colaboración del capitán general. El intento de golpe se dio el 29 de enero del año siguiente, pero fue un fracaso total. Ninguna unidad se sublevó, salvo el regimiento de Artillería de Ciudad Real. Desde Madrid se enviaron tropas a la capital manchega para sofocar la sublevación deteniendo a todos los mandos implicados. También se detuvo en Valencia a Sánchez Guerra, que se había negado a huir al extranjero. El capitán general de Valencia fue relevado del puesto mientras que el regimiento fue dado de baja por orden gubernamental.
A mediados de febrero de 1929, otro Real Decreto disolvía de nuevo el Arma de Artillería. No obstante, en la misma norma se indicaba que todos los oficiales interesados en regresar a su puesto tendrían que solicitarlo antes del 1 de junio de ese año y jurar su adhesión al rey y al Gobierno de la dictadura. Mientras tanto, esos militares tuvieron que buscarse el pan de nuevo, dando clases de ciencias en escuelas y academias privadas o preparando opositores.
Desde 1894 una institución centenaria ayuda en los casos más graves a los oficiales que quedan fuera de servicio y cuyas condiciones económicas lo precisan. Es la asociación de Señoras de Santa Bárbara.
Este año se cumplen 500 del patronazgo de Santa Bárbara de los artilleros. Es un buen momento para recordar parte de la historia de los hijos de una patrona tan antigua que cobija bajo su manto a mineros y artilleros de todo el mundo.
Hoy la Artillería española es un ejemplo de lealtad y excelencia, de modernidad y tradiciones, de afán de superación y liderazgo junto al resto de sus compañeros del glorioso Ejército español.
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