Manfredo Monforte Moreno
GD (r) Dr. Ingeniero de Armamento. MBA: MTIC. Artillero.
De la Academia de las Ciencias y las Artes Militares
Ya no soy aquel joven cadete que ingresó con 17 años lleno de sueños en la Academia General Militar. Los años han pasado deprisa y han dejado algunas cicatrices, pero la vocación de servicio e ilusión siguen inalteradas. Ya no subiría a un carro con la agilidad de antaño y para no ver borrosa la pantalla del sistema de mando y control necesitaría mis gafas progresivas. Estoy menos ligero, un poco más maniático —aguanto poco a los estúpidos que se me acercan— y más lento. Pero cuento con una mochila vital llena de hechos, entre aciertos y fracasos, que configuran la mayor riqueza que atesoro: la experiencia. Para mantenernos razonablemente sanos, muchos de nosotros necesitamos tomar medicinas que hace tiempo creíamos ajenas.
Según los expertos, la vejez es una etapa que comienza más o menos a los sesenta años e inicia la última parte de la vida. Alrededor de esos sesenta años los militares pasamos a la reserva hasta que nos retiramos a los sesenta y cinco como “clases pasivas”. La frontera de los 65 la implantó Romanones cuando la esperanza de vida en España no pasaba de los 55 años para los varones. Por tanto, casi nadie llegaba vivo a la edad de jubilación obligatoria. Es como si hoy la edad de jubilación se llevase a los 90 (resolveríamos el problema de las pensiones, seguro).
A principios del siglo XVI los Reyes Católicos promulgaron una importante ordenanza que pretendía no dejar desamparados a los profesionales de la milicia que perdían las condiciones para seguir sirviendo a la Corona debido a su edad, heridas, amputaciones o achaques. Un gran soldado español —antes soldado que autor—, Miguel de Cervantes, sufrió en sus carnes las secuelas de la guerra y afirmaba: «si la vejez os coge en este honroso ejercicio, aunque lleno de heridas y estropeado o cojo, a lo menos no os podrá coger sin honra, y tal que no os la podrá menoscabar la pobreza, cuando más que ya va dando orden como se entretengan y remedien los soldados viejos y estropeados, porque no es bien que se haga con ellos lo que suelen hacer los que ahorran y dan libertad a sus negros cuando ya son viejos y no pueden servir, que echándolos de casa con títulos de libre, los hacen esclavos del hambre».
Muchos compañeros de armas han dejado su vida o han sufrido secuelas que ahora, cuando ya peinamos canas, dan su cara más dolorosa: los paracaidistas la espalda, casi todos, el desgaste de articulaciones y los efectos de los sobreesfuerzos; en otros, la incertidumbre de acumular recuerdos y descontar futuros; pocos, leves daños psicológicos al recordar los duros momentos vividos al atender heridos o velar compañeros.
A los más nos sirve de consuelo saber que fue el oficio militar el que sirvió de estímulo durante siglos para la creación de normas y medidas de protección social. Sin ir más lejos, basta recordar las palabras del que fue presidente del Instituto Nacional de Previsión, el general Marvá: «que la guerra origina con frecuencia avances espectaculares en materia de previsión social».
El general Van Bismarck impulsó el seguro social para paliar las consecuencias de la funesta contienda franco-prusiana y el inglés William Beveridge, en plena GM II, propuso que el Estado asumiera la cobertura universal de determinados seguros sociales que con el tiempo derivarían en la creación en España de la Seguridad Social tras la Guerra Civil como sistema universal de protección social.
A parir de la creación de un Ejército permanente basado en las Hermandades de Castilla reclutadas por Alonso de Quintanilla —al servicio de los Reyes Católicos para la conquista de Granada—, la Corona apostó por cubrir los riesgos del oficio militar siglos antes de que los asalariados civiles disfrutasen de cualquier tipo de seguro laboral.
La protección del soldado hunde sus raíces a finales del S. XI con organizaciones religiosas de auxilio y caridad. En 1209 el Fuero de Pampliega estableció medidas de amparo a viudas y huérfanos de combatientes caídos en batalla. En 1265, Alfonso X, en sus Partidas, obliga a la Corona a atender las enmiendas que los hombres han de recibir por los daños que reciben en las guerras. Posteriormente, las Hermandades de Socorros Mutuos aseguraban el entierro y funeral de los soldados de los Tercios.
Las primitivas disposiciones de amparo pretendían elevar la moral del combatiente al paliar el miedo a la pobreza sobrevenida por la enfermedad o invalidez, así como al desamparo de los suyos. Pero unido a la reparación al inválido o el consuelo a la familia, estaba la asistencia para la sanación y recuperación del soldado herido. Así se tienen las primeras noticias de hospitales para cofrades de las Órdenes Militares, tales como el de Toledo, fundado en 1175 por la Orden de Santiago o el del Castillo de Guadalherza (1184) de los Caballeros de la orden de Calatrava. La conocida hospedería de peregrinos abierta en Sevilla por Alfonso X pasó a ser Hospital Real en sustitución del fundado en Santa Fe por los Reyes Católicos, para recoger a los veteranos de las guerras de Granada, «para sustento y reparo de gente de guerra, ya impertinente por lesión o pobre vejez».
Las ayudas que se prestaban no se debían a la lealtad a quien bien había servido a la Corona o a la obligación moral de reparación, sino a un simple acto de caridad cristiana unida al interés de fomentar la moral del combatiente. No se trataba de un derecho del soldado, sino de un trato paternalista del Estado. Tal fue el caso de la cédula dictada por Felipe II en la que concedió el retiro pensionado a seis soldados de la guardia personal de su padre el Emperador que, en aquellos momentos, andaba de correrías por Flandes.
La imagen de la Corona se veía resentida por la vergüenza social que causaba la abundancia de viejos soldados inválidos, pobres y desamparados que frecuentaban las iglesias, conventos y establecimientos de caridad. Por ello, el mismo Felipe II institucionaliza la pensión de retiro (1555) por importe de la tercera parte del último sueldo cobrado siempre y cuando hubiesen prestado servicios un mínimo de 10 años y que su patrimonio no les permitiese sostenerse a sí mismo y a su familia. En la misma época, se empezaron también a reconocer prestaciones por incapacidad permanente para el servicio, y así tenemos la concedida en 1564 a Vasco de Acuña, sargento Mayor de los Tercios, por haber quedado ciego de los dos ojos a resulta de heridas recibidas en combate.
En 1632 Felipe IV amplió las medidas de protección a cualquier militar impedido por vejez, enfermedad o heridas a los que se pensionó de por vida, siempre que hubiese prestado 16 años de servicio activo o 10 combatiendo.
En 1585 se fundó en Madrid el Colegio de Nuestra Señora de Loreto para huérfanos de militares y también consta documentalmente la existencia en Milán de una llamada Casa de las Vírgenes Hijas de Soldados Españoles, fundada en 1612. Posteriormente aparecieron los Colegios de Huérfanos y las asociaciones, como la de Señoras de Santa Bárbara, creada para paliar el negativo impacto económico de las sucesivas disoluciones del Cuerpo de Artillería.
El gran volumen económico de las pensiones militares trató de reducirse asegurando que los matrimonios pudiesen hacerse cargo de la viabilidad económica de la familia. Por ello, el soldado debía solicitar licencia de sus superiores para contraer matrimonio, una costumbre que casi ha llegado a nuestros días. De hecho, yo mismo tuve que pedir permiso en 1982 para casarme, para lo cual el comandante de mi unidad nos invitó a merendar a mi novia y a mí para verificar la conveniencia del enlace. Se pretendía eliminar así la posible futura prestación a viudas y huérfanos, pues si tenían posibles, no serían necesarias las ayudas.
Pero volvamos a la vejez del soldado: el envejecimiento implica una serie de cambios morfológicos y fisiológicos en el organismo y su conocimiento permite comprender las diferencias fisiopatológicas entre los adultos mayores y el resto de la población adulta. Para mantener la independencia funcional es imprescindible disponer de una adecuada masa muscular. La fuerza y la masa muscular alcanzan su máxima expresión entre los 20 y los 40 años; desde ese momento se produce una lenta disminución. Para nuestra satisfacción, en un reciente estudio se comparó a mayores jubilados entre 75 y 90 años divididos en dos grupos: militares retirados y civiles. En la muestra objeto del trabajo destacó el hecho de que los militares presentaban menor dependencia moderada o severa y mayor disposición para la actividad física, así como mejores respuestas psicológicas ante el envejecimiento… aunque la estadística no afecta al individuo.
La crisis económica tras la pandemia del COVID19 ha dejado unas Fuerzas Armadas envejecidas debido a la escasa oferta de nuevas plazas y las pocas bajas voluntarias. La edad media de los soldados se acerca a los 30 años, una cifra en principio asumible pero que seguirá creciendo en los próximos ejercicios hasta convertirse en un problema grave si no se toman medidas.
Una escala de tropa formada por treintañeros es algo nuevo si lo comparamos con los tiempos de la leva obligatoria o con los años posteriores a la implantación del Ejército profesional. La media de edad de soldados y cabos amenaza con subir varios años. Para frenar el progresivo envejecimiento de la plantilla, los estados mayores aspiran a cambiar el ciclo de entradas y salidas de soldados de los últimos años para incentivar la renovación y cualificación de la tropa. El problema del envejecimiento de la tropa llega al Ejército de Tierra en plena reorganización de todas sus fuerzas con la vista puesta en el nuevo modelo de brigada polivalente, que se instaurará gradualmente hasta completarse en 2035 y que se ha iniciado en la Legión como Brigada Experimental. Tampoco los cuadros de mando se han rejuvenecido como pretendían las sucesivas leyes de la Carrera Militar. Nuestros mandos son sexagenarios en los empleos superiores.
Ahora, ya retirado, aunque sintiéndome joven (algo achacoso, eso sí), cada 11 de noviembre recibo la felicitación de mis nietas por el Día del Veterano, algo que celebran como festivo en los Estados Unidos, donde viven ellas. En España, son nuestras propias asociaciones de veteranos las que nos permiten seguir enseñoreándonos de nuestra condición en desfiles y eventos especiales justo en el instante en que nos hacemos invisibles para la sociedad, como si nuestros compatriotas olvidasen que están en deuda con nosotros; nos deben una vida mal pagada de sacrificio y servicio constante.
Sí, salvo la tropa, los militares nos retiramos a los 65. Ese día sale por la puerta del cuartel el conocimiento y la experiencia. Queda el espíritu de servicio, la vocación y los recuerdos. Nos acompañan los compañeros y la abnegación de nuestras familias. Nos volvemos a ver de uniforme o paisano en la celebración de los 25, 40 o 50 años de la jura de bandera o de la salida de las academias especiales. Pero poco a poco la vida desgasta las promociones que van quedando más ligeras de nombres y miradas. Dejo aquí, para la reflexión, la letra de la canción “La Vejez” de Alberto Cortez. Espero que nos haga pensar y alegrarnos de lo mucho que nos queda por vivir y disfrutar lejos del servicio activo. Siempre nos quedará la amistad forjada en aulas, unidades y destinos; un valor eterno que nos hace seguir en la brecha, un activo que nunca dejaremos perder.
Me llegará lentamente y me hallará distraído,
probablemente dormido sobre un colchón de laureles.
Se instalará en el espejo, inevitable y serena
y empezará su faena por los primeros bosquejos.
Con unas hebras de plata, me pintará los cabellos
y alguna línea en el cuello que tapará la corbata.
Aumentará mi codicia, mis mañas y antojos
y me dará un par de anteojos para sufrir las noticias.
La vejez está a la vuelta de cualquier esquina,
allí donde uno menos se imagina
se nos presenta por primera vez.
La vejez es la más dura de las dictaduras,
la grave ceremonia de clausura
de lo que fue la juventud alguna vez.
Con admirable destreza, como el mejor artesano,
le irá quitando a mis manos toda su antigua firmeza
y asesorando al galeno,
me hará prohibir el cigarro porque dirán
que el catarro viene ganado terreno.
Me inventará un par de excusas para menguar la impotencia
que vale más la experiencia que pretensiones ilusas
y llegará la bufanda, las zapatillas de paño.
Y el reuma que año tras año aumentará su demanda.
La vejez es la antesala de lo inevitable,
el último camino transitable
ante la duda de lo que vendrá después.
La vejez es todo el equipaje de una vida,
dispuesto ante la puerta de salida
por la que no se puede ya volver.
A lo mejor más que viejo, seré un anciano honorable,
tranquilo y lo más probable grande asidor de consejos
o a lo peor, por celosa me apartará de la gente
y cortará lentamente mis pobres últimas rosas.
La vejez está a la vuelta de cualquier esquina,
allí donde uno menos se imagina
se nos presenta por primera vez.
La vejez es la más dura de las dictaduras,
la grave ceremonia de clausura
de lo que fue la juventud alguna vez
Imágenes: Google images
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