Manfredo Monforte Moreno
GD (r) Dr. Ingeniero de Armamento. Artillero.
De la Academia de las Ciencias y las Artes Militares
Mientras escribía “Evolución de la Industria Militar española. Cinco siglos de historia”, libro publicado en la colección Academia de las Ciencias y las Artes Militares con el número 4 (2022), llegó a mis manos un magnífico libro [1] con una cariñosa dedicatoria de uno de sus autores, Luis Varga Aldana, de dos promociones anteriores a la mía de la Academia General Militar. Todo fue pura casualidad, pues por entonces trabajaba yo en equipo con el hermano del autor, Juanjo Varga, coronel de la Guardia Civil (r). El otro autor es Manuel Casado, un entusiasta de la etnología y la historia bilbilitana.
Con este artículo pretendo honrar y difundir la extraordinaria historia de una instalación industrial única en el mundo y sita en el mismo pueblo donde nació mi tío y padrino, Jaime Moneva Moneva (+), coronel Dr. Ingeniero de Armamento y extraordinario matemático.
Villafeliche es una localidad situada en la comarca de Calatayud, Zaragoza. Cuenta con una población de unos doscientos cincuenta habitantes. Se levanta junto al río Jiloca un poco por encima de los 700 m de altitud. Su nombre se hizo popular por el dicho repetido en todos los cuarteles: “Arde mejor que la pólvora de Villafeliche”, por lo que también se le conoce como el pueblo de la pólvora. Hacia 1764, año de la fundación del Real Colegio de Artillería, había en funcionamiento 165 molinos junto a la acequia Molinar y unos 200 en 1800. El conjunto formó las “Reales Fábricas de Pólvora de Villafeliche”.
Desde su llegada a Europa (Siglo XIII), la peligrosidad de la pólvora negra aconsejaba su fabricación en lugares próximos a su empleo. Por ello, durante el Siglo XIV y gran parte del XV, los molinos necesarios para su fabricación no tenían emplazamientos permanentes y se establecían temporalmente cerca de donde se utilizarían las bocas de fuego. Es obvio que el ritmo de las contiendas era más lento que el actual; un sitio podía prolongarse meses e incluso años. Uno de los primeros ejemplos de esta forma de actuar se da en España cuando el Infante de Antequera (después Fernando I de Aragón) instaló un gran parque frente a Balaguer (1413) para el sitio de la ciudad.
En 1498 los Reyes Católicos concentraron en Málaga los hornos de fundición y molinos de pólvora que, de forma más o menos itinerante, habían abastecido a los ejércitos durante la conquista de Granada. La fundición de Málaga terminaría por convertirse en el gran centro de producción peninsular. Además de la fundición y los molinos de pólvora, tenía talleres de carretería, guarnicionería y grabado, así como un gran almacén donde se custodiaban las armas listas para su distribución. Fabricaba no sólo piezas de artillería, sino también picas, alabardas, coseletes, morriones, etc. La importancia de Málaga como principal fábrica militar española se prolongó hasta mediados del Siglo XVII alternando periodos de gran actividad con lustros de abandono.
Posteriormente, las dificultades financieras de Carlos I —que le costaron tener que hacer frente al levantamiento Comunero— acabarían por condicionar el modelo de las manufacturas militares e incluso la propia supervivencia de los grandes centros fabriles dependientes del Capitán General de Artillería. Así, las capacidades centralizadas se sustituyen por concesiones a favor de asentistas (privados, por tanto). Su irrupción supuso el final de la casa de Artillería de Málaga, cerrada definitivamente en el primer tercio del Siglo XVII.
En cuanto a la fabricación de pólvora, había muchos molinos y salitreras de propiedad particular junto a unas pocas de la Corona. La más antigua estuvo en Burgos hasta que una terrible explosión la destruyera en 1520; se reconstruyó en Pamplona. Le sigue en antigüedad el molino de Cartagena que corrió la misma mala suerte a principios del Siglo XVII. Otros, como los de Granada, Barcelona, Burgos y Murcia trabajaron en régimen de arrendamiento. Algunas instalaciones, como la sita en Ruidera, nunca llegó a funcionar.
Durante las campañas militares de los siglos XVI y XVII cada soldado recibía una paga acorde a su puesto. Así, un piquero cobraba menos que un arcabucero, pues este debía financiar con sus medios la munición que usaba. De este modo, como la pólvora la pagaba el soldado, los arcabuceros se cuidaban de disparar si el blanco no era seguro. En algunos casos, se podía obtener pólvora de polvorines artilleros mantenidos por las arcas reales. Entonces, la conocida “pólvora del Rey”, se disparaba más alegremente.
Aquellos molinos de pólvora que recibían materias primas de la corona adquirían el derecho de quedarse con cierta cantidad de pólvora —la maquila— para sufragar sus gastos y generar beneficios, a semejanza de la forma tradicional de trabajar de las almazaras y los molinos de harina (si Ruidera no fabricó pólvora fue porque resultaba más rentable moler el grano de los cereales).
En Villafeliche la producción de pólvora negra se inició en el siglo XVI y se mantuvo durante más de cuatrocientos años, constituyendo una de las actividades económicas más importantes de Aragón. Los molinos se movían gracias a la fuerza motriz de las aguas del Jiloca canalizadas en la acequia Moliner y aprovechaban el salitre de Épila, el azufre de las minas de Teruel y el carbón vegetal que elaboraban los propios vecinos.
Los molinos tuvieron un papel fundamental durante los Sitios de Zaragoza (Guerra de la Independencia). En 1830 el rey felón, Fernando VII, cerró sus Reales Fábricas, y sumió a Villafeliche en una paulatina decadencia. Durante más de un siglo numerosos vecinos continuaron con el negocio de forma clandestina. En 1964 dejó de funcionar el último de sus molinos.
Los molinos de pólvora conforman en la actualidad un paisaje paleoindustrial de suma importancia patrimonial que, por su extensión geográfica y la complejidad del proceso productivo, todavía refleja su pasada trascendencia económica, social y estratégica. Cada molino era una construcción de planta rectangular de unos seis metros cuadrados. El conjunto se completaba con otras dependencias como almacenes, oficinas, puesto de guardia y edificios en preparación de la pólvora y un molino harinero.
En Villafeliche coincidieron durante siglos tres oficios complementarios: polvoristas, ceramistas y arrieros, lo que permitió alternar ocupaciones según la demanda y la estación del año, así como comercializar sus productos más allá de Aragón. Sin duda, los lugareños dominaban el arte de la fabricación de la pólvora como actividad principal, un oficio peligroso pero lucrativo.
Un hecho marcó el devenir de Villafeliche: a principios del siglo XVII fueron expulsados los moriscos, lo que mermó en gran medida la capacidad de producción de los molinos. La recuperación fue lenta hasta que a mediados del XVIII, con el reconocimiento real como Reales Fábricas de Villafeliche, la producción vive momentos de esplendor hasta que en 1831 se ordena su cierre.
En el último cuarto del siglo pasado, la corporación municipal emprendió una serie de acciones encaminadas a poner en valor su patrimonio industrial y su importancia en la historia de España. Se trataba, por una parte, de conservar unas instalaciones que habían marcado de forma indeleble la historia del pueblo y por otra promover el desarrollo de la comarca.
En 2006, cuando el ayuntamiento ya había restaurado uno de los molinos, el conjunto fue declarado Bien de Interés Cultural por el gobierno de Aragón, adaptándolo como centro de interpretación en sentido homenaje a las muchas generaciones que quisieron aprender un arte industrial de importancia capital para la independencia de nuestra gran nación y que se exportó con éxito a las tierras españolas en América y Filipinas.
Villafeliche fue el modelo seguido, por ejemplo, por las Reales Fábricas de Pólvoras de Chapultepec en Mexico y de la de Lima creada por el virrey Amat i Junyent en Peru. La primera aún existe aunque ahora es un centro recreativo.
Imágenes: Google Images
[1] Los molinos de pólvora de Villafeliche. Historia, Legado y reivindicación de un patrimonio. Centro de Estudios Bilbilitanos. (2018) de Manuel Casado y Luis Varga.
estupendo articulo