Manfredo Monforte Moreno
GD (r) Dr. Ingeniero de Armamento. MBA. MTIC. Artillero
De la Academia de las Ciencias y las Artes Militares
Uniforme nuevo, gorra de plato y cordones rojos. No se podía pedir más a la vida en aquel verano del 75. Nos incorporamos llenos de ilusión a la Academia en septiembre. La dirigía el general Quintana Lacaci, padre de un compañero del colegio Decroly de Madrid. Le sucedería Rey Ardid. Pasamos de las literas a la cama en naves de unos 60 intercalados veteranos con nuevos. Lo mismo en las mesas del comedor —de 12—. La ausencia de calefacción no se notaba al principio. Tampoco los huecos de ventilación bajo las ventanas. En invierno sería muy diferente: yo me acostaba con patucos y gorro de lana. Las taquillas eran enormes. Las revistas de los sábados, tras el estudio y las 4 clases, exigentes: de Armamento, Blancos, Cueros…
Pasábamos de soldados (aspirantes) a caballeros cadetes con consideración de oficial sin serlo. La promoción XXXII se había incorporado a las academias especiales pues la situación en el Sáhara había puesto de manifiesto la necesidad de nuevos tenientes. Formábamos la XXXIII y la XXXIV; a veces, los aspirantes del Selectivo con nosotros.
El mejor de los capitanes que he tenido, Rubio Ripoll, era el encargado de mi sección —la 18—. El jefe de clase, Rafa Galán, a su lado José Luis Hernangómez y entre él y Santi Ávila me sentaba yo. El quinto era Miguel Castro, que nos goleaba a todos en matemáticas. Durante el estudio el humo del tabaco se podía cortar. Al comienzo de la primera clase ya habíamos desayunado, estudiado y repetido, quien podía, el vaso de la vaca mañanera, un café con leche caliente que al parecer llevaba bromuro, aunque su efecto dicen que tarda en dar la cara bastantes años después. Pepe Ulla y Paco Galache ponían cordura desde los asientos de atrás.
La equitación empezaba con el volteo, un ejercicio que consistía en practicar números circenses sobre un caballo sin ensillar. A mí me temblaban las piernas antes de empezar y durante la clase. El miedo se me pasaba a la hora de comer una vez me desprendía de los borceguíes. Al final la equitación nos llegó a gustar a muchos y disfrutamos de alguna carga en el Val de San Gregorio y alguna que otra caída humillante. Más dolorosos fueron los descensos de cortados o el día que estrenamos espuelas. Tras el volteo, las tandas en picadero y cuadrilongo… A Celes Alonso le costó sufrir una coz del caballo de delante: pierna rota y a la enfermería donde mandaba con mano de hierro sor Cita. Todo un carácter que me hizo aborrecer el te con limón cuando pasé una gastroenteritis ingresado en una de las camas combadas por el uso y peso de varias promociones.
Durante un ejercicio de tiro real nocturno Joaquín Barreñada recibió el impacto de una bala de 7,62 en el omoplato. Le salvó el casco. ¡Alto el fuego! … y al hospital una larga temporada. Las emociones se encadenaban: la entrega de sables y la presentación a la Virgen del Pilar y, muy en especial, la Jura de Bandera el 8 de octubre del 75. Mes y medio después fallecería Franco: funeral en el patio del Caudillo (así se llamaba entonces) y permiso para ir a Madrid. Brazalete negro en el uniforme de paseo y sobre el capote. Proclamación del Rey… la vida ahí fuera seguía sin alterar la nuestra.
Por falta de dinero mi promoción no tuvo ni curso de montaña y escalada ni de esquí. En los descansos de la tarde algunos nos sacamos el título de patrón de embarcaciones deportivas de vela y motor (creo recordar que la escuela se llamaba Roger de Lauria) o asistíamos a unas sesiones de cinefórum en el salón de actos. Otros pasaban el descanso en el estudio de arrestados. Los menos subían a esquiar los fines de semana a Candanchú o a un pantano a navegar. Yo estaba demasiado cansado para acompañarlos.
Los sucesivos campamentos en Maria Cristina, con picadura de escolopendra incluida, o de Batiellas, llenaron nuestros recuerdos de anécdotas, calambres y amigos para siempre. Algunos uniformes de campaña blanqueaban tras pasar por las lavadoras de nuestras madres. San Gregorio se encargó de forjarnos y prepararnos para cualquier clima por extremo que fuese. El Pirineo era otra cosa… era disfrutar paso a paso hasta caer agotados y, casi todas las tardes, empapados.
Pertenecer al equipo de atletismo me libró de algunas clases de gimnasia y de las maniobras de fin de curso, pues nos convertíamos en monitores de los aspirantes al ingreso —las pruebas, por tandas, duraban un par de semanas—. Tampoco mi promoción pudo disfrutar los juegos inter-academias, pero ganábamos el campeonato de Aragón sobre el tartán del Laboral Femenino y de la Academia sobre la ceniza negra de la pista de atletismo. Los domingos había liga de casi todo: los que no competíamos acudíamos a animar… y a acompañar a los lesionados de rugby —Zapata era una fiera, ¡Zapata, mata!— a la enfermería (casi todos universitarios visitantes).
Encabezados por Quique Bohigas, 24 de nosotros acabamos segundo como sargentos galonistas. Algunos más como cabos “brutos”. Entre ellos no estaba Fernando Alejandre que acabaría siendo el JEMAD. Algún teniente general no pasó de cabo. Así se escribe la historia… Pocos éramos los “lechugas”, un distintivo que premiaba la carencia de arrestos y haber tenido suerte en los exámenes o en las calificaciones del campo. La “flor verde” la escatimaban en la Jefatura de estudios a la hora de repetir un bimestre: “tú ya tienes una, así que usa la que te dimos y no pidas otra”.
Las familias académicas se iban consolidando: padres de sable, de nave, tíos de mesa, primos, hermanos, filios, sobrinos… alguna broma de los veteranos, casi siempre finalizada con la pérdida de uno o dos pelos de la borla del gorro gris. Pelotazos de agua del 60 o del 120… rozaduras del traje de lana hidrofugada, agujetas del caballo, marchas nocturnas a base de brandy Solariego y guardias de café entre laxante y tóxico que te obligaba a permanecer sobre la placa turca más tiempo del normal…
Las primeras patronas y el asalto a la escalera de cañón… la vuelta de aquellas navidades —nacía 1976— fue terrible, pues nos enfrentábamos a todo un trimestre sin puentes ni festivos a la vista. Al llegar sobre las 2 de la mañana la niebla se colaba dentro de los interminables pasillos de la Academia. Al día siguiente, silencio monacal en el desayuno y a cortarse el pelo con el Sr. Mur o a comprar el champú que olvidamos en casa en su perfumería de la escalera del cañón.
Las duchas eran mejores que las del Selectivo. Durante los largos días de invierno, desfilábamos por compañías en chanclas y albornoz. Algunos trataban de librase mojándose el pelo y las chanclas, pero los profesores eran viejos zorros y se daban cuenta: ¡pase usted de nuevo, caballero, si no quiere que le pida nota! Las duchas formaban una “U” que había que recorrer parándose bajo alguna de las alcachofas. Al grito de “que no somos pollos” seguía el de “tampoco pingüinos”. No sé quien manejaba las llaves de paso, pero creo que nunca acertó con una temperatura soportable. Metidos en el albornoz blanco y con la cabeza cubierta por la toalla de mano, íbamos regresando a la nave para cambiarnos. Recorríamos los mismos pasillos por los que volvíamos de instrucción en el campo y donde, de vez en cuando, algún tiro se escapaba.
Lo tengo grabado muy adentro: ¡Moraleda, toque firmes! Eso, y la llamada por los altavoces en los descansos. ¡Caballero cadete Higueras Montero, tiene llamada telefónica! No fallaba ningún día, mientras yo tenía que bajar a Zaragoza el fin de semana al locutorio de Telefónica en el Paseo de la Independencia.
Me resultaba difícil pelar las gambas con cuchillo y tenedor. Lo mismo con la fruta. Pero aprendí. Y aborrecía los purés, que no he vuelto a probar. Hoy lentejas a la riojana… a los tres días, puré de lentejas. Hoy judías con chorizo, a los tres días puré de judías blancas… o de garbanzos, o de judías pintas. Tampoco he vuelto a tomar demasiadas manzanas —de postre, hoy también manzana— ni un bocadillo de mortadela o chóped. Como tampoco he vuelto a probar el volován, pues al verlo me lo imagino dentro de un bocadillo… volován con pan, como solía castigarse al nuevo… y a desierto, sin agua.
Al terminar segundo curso recibimos a los nuevos, muchos de ellos compañeros que habían quedado atrás repitiendo el Selectivo. Eran muchos más que nosotros. Pero no nos libramos de los “retras”, pues cuarto curso se pasaba a impartir en la General, dejando quinto a las academias especiales. Seguíamos llevando el rombo de la general; un óvalo en el pecho indicaba el arma elegida, en mi caso, Artillería, que recibió a muchos de la cabeza y otros tantos de la cola… pocos del medio. Por supuesto, los de la Guardia Civil no tenían que elegir pues estaban predestinados; de hecho, en el despacho de alférez estrenaban el verde y hacían las maletas hacia Aranjuez. Caballería se acabó enseguida porque ofertaba pocas plazas.
En tercero mi promoción desfilaba en tres compañías, la segunda formada por artillería y caballería (la “batería a lomo” le llamaban con sorna los demás). Nos tocó desfilar en la madrileña Castellana delante del Rey a finales de mayo del 76. Era la primera vez que lo hacíamos… para Él también era su primer desfile. Los sargentos desfilábamos en primera fila; tuve la suerte de aparecer en la portada del dominical del ABC justo detrás del capitán Pinto López-Mayoral. Muchos años después de aquel primer desfile, tuve el honor de asistir a los actos de celebración del 250 aniversario del Real Colegio de Artillería que presidió Juan Carlos I en el Alcázar de Segovia. Fue su último acto público antes de ceder la Corona a su hijo.
Todos los sábados, después de las clases y la revista (de la que nos librábamos los “lechuga”, razón por la que nuestra taquilla permanecía cerrada, no como las demás, y llena de lo que no se podía tener en ellas, como esquís, ropa de paisano…) formábamos en el patio para rendir homenaje a los caídos y cantar el himno de la Academia. Sin darnos cuenta, íbamos impregnándonos del “espíritu de la General”. Madurábamos deprisa, ajenos a los profundos cambios protagonizados por la sociedad española.
Antes de los despachos hubo una cena baile. Actuaron unos desconocidos Martes y Trece (eran 3 cómicos entonces) y un mago chino que en realidad era un teniente coronel aficionado a la magia y caracterizado de mandarín con el auxilio de su mujer disfrazada de la misma guisa. Cené con Felipe Carreras y su padre, compañero del mío y gran persona. Bailé poco.
Hasta el despacho de alférez estuve sostenido económicamente por mis padres. Con lo que me enviaban podía comprar los vales de bar, pagar la peluquería y comprar alguna cosa en la droguería “Mur”. Después no salí de los números rojos hasta bien entrado cuarto curso.
Fue en tercero cuando solicité al teniente coronel jefe de la Sección de Artillería el madrinazgo de la Infanta Dña. Cristina. Se extrañaron, pero al cabo de una semanas me llamaron para confirmarme que lo tramitaban a Casa Real pero no sólo para Artillería, sino para toda la XXXIV promoción. Como le conté al Felipe VI con ocasión de una audiencia en el Palacio Real, aprendí que las cosas de palacio van despacio, pues la promoción XXXV es la promoción Infanta Cristina y creo que la XXXVII es la Infanta Elena. Cuando se produjo el nombramiento yo ya era teniente en El Goloso.
Recibimos la estrella. Ya éramos oficiales. Los galones de sargento pasaron de la bocamanga a rodear los hilos de los que colgaban los clavos de los cordones. Cuarto curso en la General fue otra historia… más Artillería, más vivencias, sí, otra historia, pues estrenamos las camaretas en el nuevo edificio conocido como “El Corte Inglés”.
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