Manfredo Monforte Moreno
GD (r) Dr. Ingeniero de Armamento. MBA. MTIC. Artillero
De la Academia de las Ciencias y las Artes Militares
Tras los seis años de bachillerato en el colegio Decroly de Guzmán el Bueno en Madrid, pasé al CEU de Claudio Coello para cursar el COU mientras participaba en la Liga Nacional de Clubs de Atletismo defendiendo los colores del Marathon A.D. a las órdenes de un buen entrenador: Guillermo Ferrero. El 20 de diciembre nos hizo saltar de la silla de clase la explosión que acababa, unos portales más abajo, con la vida del Almirante Carrero Blanco. Llegaba la Navidad. A final de curso tenía que elegir carrera, en principio Ingeniería de Caminos, Canales y Puertos. Entre el estudio, los entrenamientos y fines de semana de competición (Pamplona, Coruña, Salamanca, Zaragoza…) tenía poco tempo de aburrirme.
En marzo, mi padre, entonces teniente coronel en activo en la Dirección de Industria del Ministerio del Ejército, trajo un Boletín Oficial en el que se convocaba el ingreso en la Academia General Militar. La cosa consistía en que se podía cursar primero de Físicas y tener casi toda la mili hecha. Ser militar no entraba en mis planes, pero me inscribí en el Grupo Premilitar Militar del ICAI para cursar el último trimestre y mejorar mis posibilidades de ingresar. Afortunadamente, la parte de preparación física me la convalidaron y no tuve que asistir a las marchas de sábado o a las clases de gimnasia. Sólo acudía a las clases de ciencias, donde me admiraba del nivel de algunos compañeros que venían de la preparatoria de la oposición. Un alumno cumplió la orden de llevar a las marchas por la Casa de Campo una mochila con peso metiendo una batería de coche dentro. Otros metieron piedras… los más listos ropa que abultaba y no se clavaba en la espalda. El de la batería terminó de mala manera. Allí hice grandes amigos —que me ayudaron a pasar los malos momentos que seguirían a mi ingreso— como Nonchu Quintana y Carlos Harriero, ambos por el camino de la Caballería. De profesores, Sevillano, Beneyto, Polanco, Blanco, Alcázar, Méndez, del Campo, Leal, García-Matres, el padre Solís, un jesuita singular que esnifaba rapé…
El primer examen de ingreso fue en Zaragoza y duraba un par de semanas. Las pruebas físicas las superé con facilidad y tras correr los 1.000 m, un profesor de la Academia, el Comandante Lombo, me tomó el nombre y me dijo que si ingresaba me quería en el equipo de Atletismo. Sólo que lo mío no era el medio fondo, sino la velocidad y los saltos. Casi se ahogan varios aspirantes en la prueba de natación. Un examen de ciencias — creo que 150 preguntas— y otro de idioma “moderno” cribaron a los casi 4.000 opositores y me permitieron acceder al Campamento del Talarn, también selectivo. Mi miedo en el reconocimiento médico por la vista —tenía un ojo vago recuperado desde pequeño que estaba en el límite… pero pasé: apunto con el ojo izquierdo—.
Un caluroso día de agosto me subí a un tren correo que unía Valencia, donde mi familia estaba de veraneo, con Zaragoza. Tras catorce horas de viaje entre gallinas y fardos, a la mañana siguiente, 5 de agosto, me presenté en el Cuartel de los Leones esperando a oír mi nombre —¡presente!—, para subir a otro tren que a paso de persona, nos acercó al Pirineo catalán. Cuarta compañía, litera de arriba, dormitorio corrido para cien aspirantes nuevos con algunos repetidores… petate con uniformes y a vestir de militar por primera vez sin tener ni idea de saludar, de cómo hablar a los alféreces cadetes de la XXX que hacían las veces de instructores ni de cómo ponerse las trinchas. Mucho menos de manejar un fusil. Tenía 17 años. Lo mejor: los compañeros, algunos del ICAI y amigos para siempre, como Pepe Mayoral, Guardia Civil de vocación, y al que veo como a un hermano. Lo peor: las letrinas, la limpieza de las malas hierbas de la explanada de instrucción, los atardeceres arriando bandera y recordando el lejano hogar familiar, las marchas y la cal para pintar el “Franco, Franco, Franco” escrito en la montaña con piedras de sudor y falta de aliento. Al fondo, allá arriba, Santa Engracia, un pueblo con misterio y magia. Abajo, Talarn y Tremp, con cantineras de reconocido prestigio (¿Casa Lola?), algunos bares y el Hotel Siglo XXI donde se alojaron mis padres en su fugaz visita. Nos apuntábamos a las visitas de cualquier amigo para poder salir en compañía.
Recuerdo a capitanes y tenientes tablilla en mano para ir anotando el comportamiento de todos nosotros, las clases teóricas, el endurecimiento, la instrucción de orden cerrado, el dolor de pies en las marchas y, muy en especial, la pista de obstáculos recorrida una, dos, tres y hasta cuatro veces como voluntario y a cuyo final se mezclaban en las manos la sangre, el sudor y el barro que con él formaba el polvo. En algunos obstáculos había lesiones, como en el “rompedientes”, la escala de cuerda o el salto desde el muro… algunos a la enfermería, otros simplemente causaban baja y regresaban a casa.
Si algo recuerdo con horror era la orden “hoy toca vacunas”. Una fila sin camisa, una aguja en el brazo derecho, otra en el izquierdo, un sanitario en cada lado inyectaba, otros dos quitaban la aguja y desinfectaban con yodo… y yo, que aguanto mal ver las agujas clavadas en los compañeros de delante o, aunque estén en una mesa, acababa mareado y sentado al salir del suplicio para recuperarme del trauma en apenas diez minutos… gracias a que mis compañeros sabían de mi debilidad y veían mi palidez instantánea.
El caso es que aquellos dos meses pasaron, aunque nos dio tiempo de pasar del calor al frío montañero plegando a las seis de la mañana la cuarta parte de la tienda de campaña que me correspondía. Ahora caigo que si todos los aspirantes querían dormir en una tienda completa las unidades debían ser múltiplos de cuatro o de nueve para desfilar… aunque alguno podría llevar dos pedazos de tienda... en fin, vuelvo al relato, que me pierdo.
El resultado fue el aprobado y el paso al curso selectivo en Zaragoza, donde la mitad de los profesores eran civiles y la otra mitad ingenieros del CIAC (yo tuve a Rodríguez Heppe en Cálculo y Álvarez Beisti en Física, dos cracks de construcción). Tuve suerte con la Química, pero no me ocurrió lo mismo con el Álgebra: primer examen, 0,8 —sobre 10—. Desmoralizador.
En junio, antes de ingresar, tuve la suerte de ganar el campeonato absoluto de Madrid en salto de longitud e igualar el récord de España de 4x100 juvenil con 43,8”. Fui el cuarto relevo; recuerdo la bronca de Guillermo por entrar con los brazos arriba en señal de victoria en lugar de lanzarme con el pecho sobre la meta. Aquello nos quitó una o dos décimas, lo que suponía haber hecho la mejor marca en lugar de igualarla. A la vuelta del campamento me apuntaron a salto de longitud en Vallehermoso, pues seguía federado: Manfredo, has ganado músculo y perdido agilidad. Me quedé muy lejos de mis mejores marcas.
De Selectivo recuerdo mis primeros arrestos, las largas jornadas de estudio junto a la formación militar y la instrucción, las literas de nuevo, el frío al bajar de las duchas bajo el cierzo o la niebla en albornoz y chanclas, la limpieza de la nave —me hice un experto en el manejo de la fregona—, los arrestos de calabozo con tu propio colchón —me libré—, el bar, las salidas a Zaragoza y los amigos, siempre los amigos. Para todos nosotros formar en el patio de la Academia junto a los cadetes era un chutazo de moral. Aprobar el curso implicaba recorrer el camino que unía entre pinos nuestro acuartelamiento con la General. Empezaba a disfrutar de la vida militar y a descubrir una vocación de servicio que desconocía.
Aprobar las asignaturas de ciencias resultaba complejo. Mi promoción recogió los primeros repetidores —lo que a la postre acabaría con el sistema de ingreso unos años después—, que tenían asignaturas aprobadas del curso anterior o las habían convalidado de la universidad. Finalmente ingresamos unos trescientos incluyendo a la Guardia Civil. Cambiamos los cordones por los rojos de cadete y la gorra de soldado por la de plato. Algunos con asignaturas pendientes contarían con durísimos exámenes de recuperación mientras cursaban segundo; otros quedaron para repetir e incluso tripetir el Selectivo, tal era la fuerza de su vocación.
La vuelta de las primeras vacaciones de Navidad fue especialmente dura aquel enero de 1975. Tan solo el reencuentro con los compañeros daba algo de ánimo —mal de muchos…—. El primer desayuno parecía un velatorio: ni una voz, sólo el ruido de las bandejas. En la sexta sección del Selectivo, la del rincón de las aulas de abajo, entablé una enorme amistad con Alberto Romera, con quien acabé compitiendo en notas… pero me ganó por goleada. Nos quedábamos a estudiar muchas noches y algunos fines de semana. Bajábamos a Zaragoza a llamar por teléfono en los locutorios del Paseo de la Independencia —llamada a Madrid, locutorio doce, anunciaba una voz metálica— y a tomar un bocadillo de champiñones en La Nicanora. No nos quitábamos al uniforme más que para dormir o ducharnos —el pijama y el albornoz también eran los reglamentarios—. Mi número de aspirante, 3041, me persiguió bordado en rojo en calcetines, marianos —del economato de la Guardia Civil para combatir el frío— y camisetas durante muchos años después de salir teniente. En Zaragoza nadie vestía de paisano, pues el pelo y al forma de andar nos delataba. Recuerdo que un capitán profesor se encontró con un aspirante de paisano en un semáforo de la ciudad. ¿le conozco? A lo que el desesperado aspirante respondió de forma automática: No, mi capitán. Nota y arresto de corrección, por tonto.
Para nosotros, un capitán o un comandante eran autoridades inalcanzables, pues las veíamos mayores… como veíamos mayores a los que formaban en la “rejura” de cada promoción que cumplía 25 años de su jura de bandera: auténticos vejestorios. Nada que ver con nuestra delgadez y disciplina… ellos hablaban en formación, se movían… un desastre. En unos meses celebraré mis bodas de oro de la Jura ¡qué corto se han hecho estos 50 años y cuánto he disfrutado!
Cuando llegó el verano mi prioridad era única: sacarme el carné de conducir. Y me lo saqué, aunque no tuve coche hasta quinto curso, disfruté del Gordini de Carlos, del Mini 850 del “pilotillo” y del 1500 de mi padre.
Por fin era cadete. La vida sonreía y el futuro me pertenecía. Mi abuela Teresa, a quien estábamos muy unidos los hermanos, había fallecido durante el invierno y no tuve oportunidad de despedirla. En aquel verano de 1975 deposité mis cordones recién estrenados en su tumba del cementerio de Paterna. Fui de uniforme y la despedí con un saludo militar y lágrimas en los ojos. La vida sonreía, pero a veces se torna agridulce.
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