Manfredo Monforte Moreno
GD (r) Dr. Ingeniero de Armamento. MBA. MTIC. Artillero
De la Academia de las Ciencias y las Artes Militares
Recién estrenada la estrella de alférez, muchos de nosotros fuimos comisionados como instructores de los aspirantes a la XXXVII promoción en el campamento de Montelarreina, en Zamora. Me tocó el primer turno, junto a Arturo García-Vaquero y Miguel Castro entre otros. En aquel verano del 78 los alféreces cadetes éramos auténticos atletas: yo dirigía el calentamiento de la clase de educación física antes de pasar la pista de aplicación delante de la compañía. Si era necesario, la pasábamos dos o 3 veces; a la hora de hacer flexiones o abdominales Miguel se ponía delante de los futuros oficiales dando ejemplo: una, dos, tres, cuatro, cuatro… ¡venga, que hoy hay que llegar a quince! …ocho, nueve, nueve otra vez… Sudaban y daban aspavientos, rajaban entre dientes, pero nunca dejamos a nadie atrás, pues había algunos aspirantes con escasa forma que quedaban colgados como jamones de la tabla horizontal o que no eran capaces de salir del foso de paredes verticales. Siempre les ayudábamos pues entendíamos que ponerse “fuertes” era cuestión de tiempo. Seguro que al final de campamento las cosas irían mejor.
Solíamos aprovechar el final de la jornada para acercarnos a Toro. El que apuraba mucho podía llevarse una multa por velocidad a su regreso. Tras la retreta, bombardeada por los enormes mosquitos del Duero, algunos salían a pedirles clemencia a los guardias civiles del radar.
Nos incorporamos a la General para cursar cuarto. Los veteranos de la XXXIII ya estaban en las Academias Especiales, por lo que éramos los dueños y señores… aunque alumnos. Las dos promociones que nos seguían no bajaban de cuatrocientos cadetes, por lo que era difícil conocerlos a todos. Mis alumnos de “autoescuela” iban progresando y algunos ya tenían coche. Recuerdo las clases sobre el jeep de tres velocidades sin doble mando, con la ventaja de que al ser descubierto se podía saltar antes de un posible impacto. Con los seiscientos negros no había escapatoria posible: todo quedaba en manos de la voluntad divina y del futuro conductor de cuadrilongo.
El día de Santa Bárbara decidimos que la bandera artillera roja y negra debía ondear en todos y cada uno de los pararrayos de los tejados que cerraban el patio central. Lo hicimos, pero los improvisados mástiles tenían una altura de unos cuatro metros; las banderas quedaron bien visibles a la mitad, pero a unos dos metros de altura. Un mando me hizo llamar para preguntarme el porqué de poner las banderas a media asta. Le tuve que aclarar que no llegábamos más alto… creo que se sonrojó. También llenamos el Paseo de la Independencia de pegatinas con la bombeta bicolor. No había escaparate o columna que no tuviese al menos una de ellas. El día 5 me felicitaron por no hacer nada punible en Zaragoza. Creo que ningún profesor paseó por la principal arteria de la ciudad y, si lo hizo, miró para otro lado. Lo que si hubo es traca valenciana y cañón al comedor.
Durante el curso inauguramos el nuevo aulario. Artillería se dividía en dos secciones, una la mandaba yo, otra Gabriel Bayarte. En Navidad mi sección reunió turrones y cava para celebrarlo en estudio nocturno antes de partir con nuestras familias. Me dijeron que nos arrestarían, pero el capitán de servicio, que a buen seguro lo sabía, no quiso pasarse. Era Navidad.
La vuelta de aquellas vacaciones navideñas implicaba más conocimiento artillero, más bocas de fuego, más tiro… Las protestas de la cola dieron resultado, pues siempre les tocaba tender hilo y montar las transmisiones de alambre y radio, mientras la cabeza solíamos estar en el puesto de mando —el FDC de batería o grupo— o en misiones menos penosas, como la topografía o los observadores avanzados; ciertamente nunca me tocó clavar rejas. Un buen día nos pusieron a todos los galonistas a las tareas menos complejas: me tocó tender hilo, aunque un compañero de cuyo nombre no quiero acordarme, me pidió que le cambiase el puesto por la centralita de Grupo, pues no la sabía manejar. Me pasé todo el tiro tumbado en mitad del despliegue vigilando que no se desconectase ningún par, pues era habitual que algún torpe tropezase con el cable y del tirón se quedase sin línea.
Los mayores improperios se dirigían al quipo topográfico cada que vez que se equivocaban y había que desclavar rejas y volverlas a clavar correctamente. Entre que el suelo de San Gregorio era poco amigable y que las rejas de 105/26 Naval Reinosa eran enormes, el retrabajo sentaba mal, pero que muy mal. Tal vez por eso algunos elegimos al terminar destinos donde las piezas hicieran ese trabajo por sí mismas, como es el caso del M109 autopropulsado.
Recuerdo con nitidez las clases de bocas de fuego, en las que aprenderse el órgano elástico del 105 era un suplicio parecido a las espoletas. Trataban de desasnarnos Ruiz Nicolau y Bruna en táctica, Lardiés y Pinto en bocas y tiro, Joyanes en informática , Servet en gimnasia —prefiero no recordar los apodos—, Ceballos en derecho internacional… y algún capitán de caballería que al entrar en clase y ver la pizarra llena de números tras la clase de topografía —mi deber era que la pizarra estuviese borrada antes del inicio de la siguiente hora, pero ese día se me pasó—, exclamó: ¡lo habéis dejado así para impresionarme, pero yo también he aplicado el método de Pothenot por logaritmos! Risa general y a otra cosa. Siento no nombrarlos a todos.
Otro ilustre compañero, al mando de la topografía de grupo, tuvo la genial idea de colocar el goniómetro brújula sobre la barandilla de la caseta de aviación. La orientación de la línea de vigilancia tan sólo tenía un error de 300°°, o sea, un kilómetro a 3.000 m de alcance. Los primeros disparos de corrección cayeron a ambos lados de un vehículo con CSR de nuestros compañeros de caballería. Nunca nadie vio abandonar una posición a tal velocidad.
Los estudios nocturnos se llenaban de artilleros e ingenieros. Se unían algunos infantes y caballeros y, por supuesto, intendentes. A nuestros compañeros solíamos verlos con las gafas de visión estereoscópica o el Arias Paz, unos interpretando fotografías aéreas, otros estudiando los diferenciales y cajas de cambios, cuyo lubricante no era la vaselina, como dijo alguno, sino la valvolina. Otra carcajada incontenible. Otros se peleaban contra el Balance y la Cuenta de Resultados.
Tan sólo en el último trimestre pudimos disfrutar de las nuevas camaretas individuales. Un auténtico lujo que estrenamos y disfrutamos poco. Por cierto, apenas se oía el toque de diana: me arrestaron por quedarme dormido algún día a pesar de tener dos despertadores. Era una gozada poder estudiar o pensar en las musarañas con la radio puesta… o leer tumbado en la cama. Además, había baños y duchas cada pocas camaretas, algo muy a tener en cuenta: nos podíamos duchar cuando queríamos.
A final de curso tuvimos unas maniobras de guerrillas en Gea de Albarracín, en Teruel. Los guerrilleros, con brazalete rojo, eran los elegidos de la XXXIII que habían regresado a la General para el llamado “Segundo Periodo” justo antes de salir tenientes. Desplegaron una semana antes de que llegasen las unidades de contraguerrilla, una especie de ejército regular formado por los que iban a recibir la estrella de alférez capitaneados por los comisionados de mi promoción, todos con brazalete azul. Coincidimos con el mundial de Argentina; veíamos los partidos de España en un televisor de 14” en blanco y negro alimentado con batería. Como es de suponer, solo las primeras filas veían algo y gritaban ¡uy! Los otros doscientos ni veíamos ni escuchábamos, pero allí estábamos alrededor del aparato al que había que moverle continuamente la antena de cuernos. En mitad de la nada la señal era floja.
Los guerrilleros se lo habían montado muy bien, porque toda la población civil estaba con ellos y nadie daba una pista de dónde podríamos encontrarles: se ocultaban en la sacristía de la iglesia del pueblo, bajo las faldas de la mesa camilla del alcalde… en fin, que por mucho que tratábamos de cazarles, la única manera era montar equipos de inteligencia y echarle paciencia para pillarles al descuido.
Además del mundial, en los descansos jugábamos al “churro, mediamanga, mangaentera” o sacábamos un balón que nadie sabía a quién pertenecía. Patrullábamos a pie por las carreteras de la zona o establecíamos puntos de control. En una de las salidas, íbamos camino de un pueblo para peinar casa por casa; el convoy estaba formado por un Land Rover que abría columna y tres o cuatro camiones descubiertos llenos de cadetes. Las carreteras estrechas no permitían adelantar, así que en cuanto nos descuidábamos teníamos tres o cuatro coches detrás cargados de paciencia. De repente, nos detuvo una emboscada. Rápidamente, se dio orden de repeler el ataque… la munición de fogueo resonaba entre todo el jaleo mientras los camiones descargaban de un salto su carga humana para tratar de hacer prisioneros. Nunca he visto a coches civiles darse la vuelta y salir pitando a la velocidad que los vi en aquella ocasión. Demasiado realismo tal vez.
Llegaba el final de curso y asistimos a la entrega de despachos de los nuevos alféreces y un par de días después de nuestros veteranos con las estrellas de teniente. Unos setenta de nuestra promoción se fueron aquel verano a hacer el curso paracaidista. La mitad más a menos acabaría en la Brigada en su primer destino.
Pero antes había que pasar por las “especiales”. En mi caso, Segovia.
¡Magnífico Manfredo, nos parece que retrocedemos 50 años en nuestra vida!